Las lavanderías comunales resisten la pandemia
En La Magdalena, las lavanderías municipales fueron recuperadas y son usadas por la comunidad. Se ubican detrás del mercado. Foto: Julio Estrella / EL COMERCIO
La jornada empezaba de madrugada. Con los raquíticos faroles iluminando apenas la oscura escalinata.
Llegaban despacio, como en una procesión. Cada una cargaba un gran hato de ropa sucia, mientras en sus manos hacían precalentamiento las barras de jabón y el cepillo de cerdas duras.
A las cuatro, antes de que el cielo aclare, con la puntualidad de un té británico, Rogelia Saravia, su hija Blanca, doña Jacinta, la ‘Suca’ Teresa y otras damas que lavaban ajeno saboreaban una humeante taza de café y un pan con mantequilla, antes de empezar el remoja, friega y enjuaga de cada día.
Entonces, la lavandería municipal emplazada tres cuadras arriba del hospicio San Lázaro, en el Yavirac, se llenaba de jadeos, imprecaciones y sonrisas, solo de mujeres. Y el chisme corría más rápido que el agua.
Sandra Astudillo, hija y nieta de las Saravias, quien compartió mucho esa bitácora, cuenta que su abuela se murió lavando los overoles de los socios del vecino sindicato de Choferes y su mamá, de 60 años, dejó el oficio porque sus dedos se torcieron por la artritis y tuvo que montar un puesto de comida para sobrevivir.
Con la pandemia, la lavandería dejó de funcionar por un tiempo, pero abrió hace unos meses. No es como antes. Solo asisten pocas personas por ahora, dice Astudillo.
El caso de esta lavandería municipal no es la excepción sino la regla en barrios del Centro Histórico y del sur de Quito como La Magdalena o La Ferroviaria, aunque en otros como La Tola o La Colmena desaparecieron en silencio, sin estridencias y en el más triste anonimato.
Las dos de La Tola (junto al gimnasio de boxeo y en la calle Valparaíso) dejaron de funcionar cuando no llenaron los requisitos exigidos por el Municipio para su vigencia, explica Mauricio Gallegos, presidente del comité de La Tola Alta.
La primera se transformó en un salón de uso múltiple; la segunda en un albergue de contingencia.
Tres de La Colmena, confirma la activista Guadalupe Panchi, se murieron por inanición y falta de apoyo. Estaban ubicadas entre las calles Miller y Poaló, Los Ángeles de la Libertad y el barrio Bermeo.
Nacidas con el masivo proceso migratorio que vivió la capital a mediados del siglo XX, las lavanderías fueron una de las respuestas de un municipio desbordado para atender a los miles de ecuatorianos que llegaban con maletas llenas de sueños a engrosar el contingente de pobres.
Y aunque hoy las coyunturas sociales han cambiado y la tecnología ha impuesto nuevos parámetros de vida, aún hay muchos residentes (hombres y mujeres) que no tienen lavadoras en casa, viven solos o con los bolsillos casi vacíos.
Tal vez por eso, las cinco lavanderías municipales del Centro y algunas del sur no han desaparecido, aunque han estado a punto. Es más, varias fueron rehabilitadas y se han adaptado a la pandemia como un guante. Las financia el Instituto Metropolitano de Patrimonio (IMP).
La más grande, en La Ermita, tiene 90 piedras y fue recuperada el 2016. La pandemia, obviamente, cambió sus reglas de atención. Hoy abre de 07:00 a 15:00, todos los días. Pero solo se ocupan tres piedras.
Cada usuario tiene dos horas de lavado, explica Ángel Valencia, uno de los guardias que la cuidan en turnos diurnos y nocturnos. Los varones que lavan su ropa allí no son raros, asiente el gendarme. Igual madrugan para ganar puesto.
Las lavanderías de La Magdalena y de la Quiroga y Bolívar son paradigmáticas. La primera se dibuja entre la Quisquís y Huaynapalcón, atrás del mercado. Se rehabilitó integralmente en el 2017 a un costo de USD 50 000. Gladys Ordóñez, coordinadora del comité de ese barrio, referencia las particularidades que ha tenido el sitio en tiempos de pandemia.
La lavandería se cerró por el primer confinamiento, reabrió en julio del 2020 y se volvió a cerrar en noviembre y diciembre, por 21 días, por un caso comprobado de covid.
Solventado el inconveniente volvió a funcionar. Hoy ocupan las 12 piedras ocho mujeres que lavan ropa ajena, entre ellas Tránsito y Rosa Manobanda, Rosa Guerra y Mercedes Amaguaña. Todas están vacunadas.
También lavan su ropa, de forma periódica, personas que arriendan cuartitos por el sector y viven solas. Todos siguen un estricto proceso de prevención para reducir el riesgo.
La lavandería de la Quiroga le debe mucho al tesón y empeño de Guillermo Gavilánez. El hombre, de 66 años, ha tenido una vida más agitada que una lavadora de última generación. Luego de aprender panadería y amasar vivencias en Baños de Tungurahua, se vino para Quito y aprendió a fabricar artículos finos de cuero.
También le entró de lleno a la dirigencia barrial y actualmente es miembro del Comité Ipiales.
Al ver a la lavandería hecha un trapo viejo, organizó mingas para recuperarla. En la última (septiembre del 2014) 50 vecinos la pusieron papelito. Recibieron apoyo. El IMP contribuyó con USD 24 000.
Hasta la pandemia, las 22 piedras no descansaban desde las 07:00 hasta las 17:00. Desde marzo del 2020, eso cambió radicalmente, explica Gavilánez en su lenguaje coloquial, de pueblo puro. Hoy, el aforo máximo es de 10 personas; convenientemente protegidas. Caso contrario, nadie puede entrar. Las piedras son usadas por intervalos y permiten un óptimo uso.
Este quiteño nacido en Salcedo cuida hasta el último detalle, pues vive en la lavandería y tiene su taller al frente. Así se siente realizado y vital.