Autocrítica del columnista
A veces, cuando escribo, me pregunto cuáles son los deberes que justifican el privilegio que tengo de meterme, a través de esta columna, en la intimidad de los que leen. ¿Por qué puedo opinar, juzgar los hechos y a la gente? ¿Es legítimo hacer de la columna una rutina, tal vez un espacio para exhibir la vanidad? O, ¿es arriesgada tarea de buscar un ápice de verdad en el pajar de la confusión universal?
Hace rato ronda en torno a mí la tentación de hacer una autocrítica del columnista, de someter a prueba mis derechos, contrastándolos con mis obligaciones.
Esa tentación se fortalece cuando, en la alta soledad de la noche, imagino al hipotético lector abrumado por el irremediable ascenso de la insignificancia, escéptico ante tanto disparate, frustrado en la búsqueda de alguna claridad. Entonces, me parece que la columna, esta columna, debería transformarse en ventana, en espacio para el aire libre y la claridad de la mañana, en posibilidad para que se exprese la tierra oculta y bella. ¿No será oportuno abrir ahora esa ventana, mirar desde allí la cordillera e imaginar la pasión y el optimismo que inspiran la vida de la gente que habita entre los repliegues de los cerros o entre el aguaje de los ríos costeños? ¿No debería ser la función de la columna hacer posible el sueño de los otros?
Podría cuestionarse la idea de que la columna sea ventana a horizontes distintos, bajo teorías inspiradas en la acartonada tradición del fruncimiento, o con el criterio de que las columnas estarían reservadas a lapidarios análisis, o a la constante búsqueda de las razones del poder. Por allí se llega probablemente a la seriedad, quizá a la necesaria polémica, pero también al aburrimiento, a la aridez con que retumban los ecos del disparate que aprisiona a la República.
¿Que las columnas –mi columna- reflejan la vida pública? No estoy seguro. Pero, además, cabe preguntarse si esa “vida pública”, o sea, la política, agota la realidad, y si las demás realidades e ilusiones no tienen lugar entre lo que columnistas y analistas decimos con tanta rotundidad. Más aún, a veces es preciso poner distancia con la gris confusión de la coyuntura, de lo contrario, se pierde el horizonte y se agota la perspectiva. Claro está, la columna puede ser sesuda controversia, grito angustiado, espacio de encuentro con el lector que coincide u ocasión de disputa con el que difiere.
Puede ser banderilla que hiere de frente y con nobleza, nunca puñalada artera. No obstante, creo cada vez con más certeza que debe ser ventana que permita entrar la brisa que viene de la tierra. Cuando andan mal las cosas que atañen a la ‘vida pública’, es obligación del que escribe explorar más allá de la superficie, archivar los discursos al uso, y encontrar bajo la mediocridad ambiente y tras el estruendo de poderes e intereses el país luminoso, diferente y optimista.