Sijur (nombre ficticio) es un joven de 26 años, nacido en Ecuador, quien a sus dos años fue adoptado por una pareja de noruegos. Siempre supo de su origen, al tener edad suficiente buscó a su familia biológica y luego de muchas preguntas obtuvo un nombre, el de su madre, la que había consentido en la adopción. Se alegró, al fin podría saber las razones que la llevaron a entregarle a otra familia. Enorme desilusión, ella le confesó que él no era su hijo. Un abogado le había pedido que lo reconozca para que, a cambio de un pago, autorice posteriormente en su adopción, creía haber hecho lo correcto, para ella en Europa ese niño tendría una vida mejor.
No es un caso aislado, a fines de 1989 se descubrió la existencia de bandas que ‘facilitaban’ esas adopciones. Niños robados, madres verdaderas forzadas a consentir en la adopción, ‘instituciones de protección’ que se apuraban en pedir la declaratoria de abandono de los pequeños encargados a su cuidado; trabajadoras sociales que castigaban la pobreza recomendando la adopción de niños y niñas porque provienen de familias ‘desestructuradas y pobres’. Los tribunales de menores tramitaban adopciones internacionales con base en informes de idoneidad de solicitantes, luego de entrevistas en un lujoso hotel de Quito.
Decenas de niños y niñas fueron entregados en adopción a parejas provenientes de Suecia, Noruega, Estados Unidos e Italia; parejas que no sabían el verdadero origen de sus futuros hijos e hijas, convencidos de hacer el bien. Nunca sabremos cuántas de esas adopciones eran necesarias y legales; cuántas son producto de historias dramáticas, de familias rotas por la ambición.
El modus operandi, en algunos casos, era de una sencillez y crueldad indignante. Robaban niños y niñas, no mayores de tres años, en lugares públicos, los mercados eran los sitios preferidos. Los escogían de esa edad porque esos pequeños no pueden contar quiénes son, ni de dónde vienen. Supuestas madres, contratadas, prestaban sus nombres y los reconocían como sus hijos, pocas horas más tarde consentían en la adopción y los niños eran entregados a sus nuevas familias.
Los ‘intermediarios’, que incluían a empleados de hogares de protección estatales, privados y religiosos; trabajadoras sociales, abogados, miembros de algunos tribunales de menores; se presentaban como personas caritativas, protectores de la infancia, cuando en realidad eran parte, sabiéndolo o no, de un lucrativo negocio de tráfico de niños.
El país tiene una deuda con todas esas familias a las que les arrebataron sus hijos, muchos seguirán buscándolos, pensando en ellos, culpándose por su pérdida; y por supuesto con esos niños y niñas, hoy adultos, que buscan sus orígenes, su identidad perdida.
Es hora de investigar, aprovechar los recursos de la ciencia, usar el inmenso aparato de propaganda estatal para ayudar a recuperar algunas de esas vidas robadas.