Batalla del 24 de mayo. 2 791 patriotas se impusieron a 1 894 realistas.
Antonio José de Sucre se quedó 11 días en Latacunga preparando su última batalla (en las faldas del Pichincha, el 24 de mayo de 1822).
Los realistas, con 2 500 hombres, estaban esperándolo en Machachi. Decidió librarse de ellos y tomar otra ruta, difícil, pero no imposible: el 13 agarró el camino de Limpiopongo a través de las faldas del Cotopaxi y al fin el 17 entró en el valle del Chillo, por Amaguaña.
El Mariscal se quedó en Los Chillos hasta el 20 de mayo, en que pasó la colina de Puengasí por un lugar poco conocido. El 21 bajó a Turubamba y a la tarde acampó en Chillogallo.
Las noches del 21 y del 22 los soldados pasaron de juerga en este pueblo, bebiendo como descosidos, sin duda para asentar el susto de la próxima batalla. La noche del 23, Sucre les pidió orden, pues había dispuesto avanzar toda la noche por el Pichincha y amanecer en El Ejido, norte de la ciudad.
Las cosas no se cumplieron así, pues el 24 de mayo, a las 8 de la mañana, Sucre estaba 700 metros más arriba de Quito, en el sitio llamado ‘Campamento’, y allí se vio obligado a presentar batalla. En ese combate actuaron 1 894 hombres del lado realista, y 2 791 del lado patriota. Más del 20% era de la actual Colombia, 12% peruanos y el 7% venezolanos. Había rusos, ingleses, alemanes, italianos y hasta españoles luchando a favor de Sucre.
El 30% de combatientes fue ecuatoriano, de ellos el 7,8% quiteños. De los 24 000 habitantes que tenía la ciudad, solo 217 estaban en la batalla. Por ejemplo, en su casa de La Merced y desde la azotea que daba a la Cuenca y Chile, el catalán y realista Juan Pólit Laurel veía la batalla con su hijo José Pólit Lana, generoso patriota. A cada noticia de que los españoles habían dado un cañonazo, el viejo alzaba la cabeza y su hijo la bajaba compungido y triste, y cuando decían que los patriotas estaban ganando, el joven levantaba la cabeza y se reía y el viejo hacía lo contrario. Los Batallas vieron también el hecho desde la azotea de su casa, por detrás de la muralla de La Merced.
La batalla terminó a las 3, y a las 5 el ejército de Sucre descendió por encima de El Tejar y acampó en las casas de La Chilena. Vicente Espinosa, conocido como ‘Taita Viche’, había visto todo el combate desde el sitio conocido como ‘Las Llagas de San Francisco’.
Luego del triunfo, subió hasta donde se encontraba Sucre y quiso besarle la mano, pero el héroe se negó y le dio su espada a que la besara. Tenía una sed del demonio, pues eran nueve horas que no había probado bocado, y aceptó beber un mate de chicha.
Espinosa ayudó a seleccionar a los heridos más graves, entre ellos a Abdón Calderón, a quien llevó a una casa de La Chilena. Los quiteños -luego del triunfo- subieron con comida y bizcochos para agasajar a los soldados. Por Santa Bárbara vivía Chepa Bolaños López, de unos 30 años, mujer de Pedro de la Guerra y de quien se decía que hacía el mejor chocolate de Quito. Esa noche dio comida a Sucre y a sus soldados e hizo un brindis de chicha con la tropa.
El 25 de mayo, a las 3 de la tarde y desde lo alto de la calle García Moreno, Sucre y sus hombres entraron en Quito.
La ciudad tenía fama de ser cuna de muchos curas y de mujeres hermosas.
Bien pronto se dio cuenta de que las mejores casas eran las de la calle García Moreno; apenas dejó la plazoleta de Santa Bárbara vio desde fuera el señorío con que vivían el Marqués de San José, María Salvador, los Tobar Lasso, Francisco Angulo y Bartolomé Donoso, y cuando traspuso la cuesta del Suspiro -hoy calle Olmedo- volvió a ver en las dos cuadras siguientes otras residencias de buen gusto: el mayorazgo de Lasso en toda la primera cuadra y las conceptas en la segunda cuadra a su lado derecho; y en el izquierdo Miguel Grijalva, Los Busé y los Chiriboga-Borja; y en la siguiente: los Borja, los Álava y la de Ramón Chiriboga, su compañero en Pichincha.
Cruzó en diagonal la Plaza Mayor y miró las casas de la calle del Correo; eran menos estéticas y más jóvenes, pero mucho más grandes; al oriente: los Sanz-Osorio, el doctor San Miguel, los Cabezas, los Serrano, los Carcelén y los Jijón; al frente dos casas de los canónigos, los Quiñones Villagómez y los Pérez-Calisto.
Dispuso que los jefes de la batalla del Pichincha (todos extranjeros, a excepción del guayaquileño Vicente Gómez) debían alojarse ‘manu militari’ en todas ellas. Y luego había que buscar casas a los que vinieron del Perú. La ciudad tenía 40 000 habitantes y unas 3 000 viviendas, y ordenó que en toda casa debía alojarse por lo menos uno de sus hombres, para cubrir la demanda de 2 791 camas.
Sucre escogió para sí mismo la casa de los Pérez–Calisto. Estos le recibieron de mal modo, pero en el transcurso del tiempo llegaron a apreciarlo tanto, que cuando el héroe se marchó al Perú, lloraron casi su ausencia.
Si esto fue o no destino no sabemos; al frente de los Pérez vivían los Carcelén: Mariana -a quien Sucre ya había conocido en Latacunga– pronto sería su novia. Los Pérez vivían entre los Calisto-Borja y los Quiñones Flores, en una enorme casa, con nueve empleados indígenas y más de 30 inquilinos. Los Carcelén vivían con sus tías y con sus primos Ustáriz, poseían un tren de 23 empleados, de los cuales siete llevaban el apellido Carcelén.
Aquel 25, al mediodía, Sucre fue a la cárcel en el cuartel de la Audiencia para exigir la libertad de los patriotas. Uno de ellos, el viejo Felipe Carcelén, era desde febrero miembro del cuerpo de Inteligencia de Sucre en Quito. En reciprocidad, el mismo día y a las 5 de la tarde los Carcelén dieron a Sucre y al Estado Mayor un agasajo en la casa de los Salinas, junto al Municipio, con baile incluido.
Mariana era mujer interesantísima; alta y delgada -como la conoció González Suárez-, la tez canela, la boca sumida, la barbilla saliente, cejas pobladas, ojos muy expresivos y grandes, cabello abundante y negro, manos largas y estilizadas.
Vicente Pesquera, en sus ‘Rasgos biográficos del Gran Mariscal de Ayacucho’, refiere que Felipe Carcelén pidió a Sucre que visitara su casa, y así sucedió. En la segunda visita, el Marqués ofreció a Sucre la mano de su hija, “esperando que no le desairara porque sería un servicio que le haría morir tranquilo”.
De seguro que Carcelén le hizo este ofrecimiento basado en la simpatía que ya tenían los dos jóvenes. Lo que sí es que a Sucre -solterón de los buenos, aunque solo de 27 años que ahora equivalen a más- le habría asustado la propuesta tan directa, y por eso contestó: “Teniendo que seguir la guerra, ignoro cuál sea mi destino. Si la suerte no fuese adversa, haré lo posible por complacerle”.
Es lo cierto que entre junio de 1822 y marzo de 1823, Sucre se enamoró de verdad, más ella no, pues existen numerosos testimonios en contra, tanto que ella diría luego: “Con Sucre me casaron, con Barriga me casé”.
En todos estos meses, Sucre hizo buenos amigos en Quito: los Aguirre, Álvarez, Arteta, Ascázubi, Barba, Bello, Chiriboga, Ortega, Salinas, Salvador, Solanda, Valdivieso y Villacís. Según se ve en sus cartas, los saludos son continuos a Pedro Montúfar, Manuel Larrea Jijón, Catica Valdivieso, Leonor Pareja, Calixto Miranda y hasta a las monjas carmelitas.
Adaptado del segundo tomo de ‘Las noches de los libertadores’, del genealogista e historiador Fernando Jurado Noboa.