John Kenneth Galbraith, profesor en Harvard hace varias décadas, afirmó que “solo hombres de gran vanidad escribimos.” Me pregunto si Galbraith tenía razón, si al ejercer el privilegio que comparto con otros columnistas y amigos de hacer conocer ideas a través de espacios como éste, o de dictar cátedra universitaria, hacemos algún bien, o solo satisfacemos nuestras vanidades.
Hay, creo, dos formas de aproximarse a la respuesta. La primera es ver cada acto de escribir, dictar una clase, lanzar una idea, como un evento aislado. ¿Se empobrecería la vida de alguno de nosotros si ese acto en particular no llegase, o no hubiese llegado, a ocurrir? No: cada evento es, por sí solo, de poca consecuencia.
Pero se vuelve de enorme consecuencia la suma de muchos, muchísimos tales eventos que en su conjunto van generando riqueza de propuestas y perspectivas, refuerzan o desafían nuestras creencias, nos invitan a reflexionar, tal vez a reexaminar alguna creencia largamente acariciada, y hasta a cambiar de criterio sobre algún aspecto de nuestras vidas. Recuerdo, por ejemplo, a la estudiante que al despedirnos al final de un semestre me agradeció porque, dijo, había aprendido mucho en el curso que terminaba, pero sobre todo había “aprendido” que “personas razonables pueden estar en desacuerdo”. Yo no había pretendido “enseñarle” esa luminosa idea, para mí axiomática pero que para ella había resultado novedosa, hasta revolucionaria. Ella había llegado a esa valiosísima conclusión como resultado –el resultado casi mágico del intercambio estimulante de ideas- de sus propias reflexiones sobre los desacuerdos que surgían en clase y en otros contextos de su vida.
Es por eso que son de crucial importancia las libertades de pensamiento y de expresión: porque cuanto mayor la amplitud de temas tratados y de perspectivas expuestas entre los miembros de una sociedad, mayor el estímulo no al descubrimiento de una verdad única ante la cual debemos todos inclinarnos, sino al de las múltiples respuestas a las que llegamos cada quien por su propio ingenio, que luego debemos conciliar partiendo del humilde reconocimiento de que ninguno de nosotros es dueño de la verdad.
Hoy más que nunca, cuando todo lo que uno necesita hacer para propalar sus ideas es escribirlas (e incluso ni eso) y ponerlas a circular en las redes sociales, se me hace evidente que Galbraith no tenía razón: escribimos todos quienes pensamos, sin vanidad, y más bien con la creencia de que nuestra voz es digna de ser escuchada como lo es toda otra voz.
El vigor y la esperanza de una sociedad radican en, entre otros factores, el sonido de voces incluso discrepantes que se expresan abierta y libremente. Todos quienes lo hacemos servimos, porque afirmamos nuestra fe en la capacidad que tenemos para el estímulo mutuo.