Tuve la tentación de explicar el irrespeto que sufrí por expresar una opinión como una de las muchas herencias de la década pasada, pero me engañaría y engañaría: la intolerancia al que piensa distinto no es nueva, ha estado presente desde los primeros días de la República. Basta leer unos cuántos libros de historia o periódicos de antaño para confirmarlo. Sin duda existen diferencias de talante democrático, basta mirar -en la historia reciente- los gobiernos de Roldós o Borja para entenderlas. Resaltarlos no puede interpretarse como una negación u olvido de las tensiones y conflictos que se dieron en esos gobiernos, pero es incomparable la dimensión, profundidad y gravedad de lo acontecido en estos últimos diez años, a punto de que se podría asegurar que la confrontación, descalificación y negación de todo valor a la opinión contraria se convirtieron en ejes del discurso, acción oficial y práctica política del oficialismo.
Esta forma de actuar ha profundizado la propensión que tenemos como sociedad al autoritarismo y negación del otro, algo que se expresa con claridad en todos los debates de interés público. Pocos días atrás compartí, en una red social, un comentario sobre el teleférico como sistema de transporte en la ciudad de La Paz. Impresionado, como estoy, con el éxito que ha tenido: disminución de tiempos de traslado, mayor comodidad, seguridad, limpieza, menores costos, etc. Inmediatamente después de compartir el mensaje empecé a recibir mensajes que, en diferentes tonos y formas, criticaban mi opinión porque entendían, quienes lo hacían, que hablar bien del teleférico como medio de transporte era un apoyo implícito al proyecto “Quito Cables”, en particular a la línea del noroccidente.
Al hacer pública mi opinión sobre el buen funcionamiento del teleférico en La Paz no pensé en un proyecto específico, tenía en mente a Quito como ciudad y sus graves problemas de movilidad, trasporte y tránsito, dificultades que claramente no pueden enfrentarse con el aumento de vehículos o la ampliación de vías, las que sabemos en corto tiempo se saturarían.
Solo el dato de que 432 000 vehículos circulan en Quito, publicado por EL COMERCIO, permite entender lo absurdo de promover respuestas basadas en el uso de automotores, es obvio que las alternativas son el metro, el teleférico, la bicicleta, caminar; mientras tanto debe mejorarse y ampliarse el transporte público, dando un “empujoncito”(nudge) (ahora que se entiende mejor esta forma de promover un comportamiento gracias al Premio Nobel a Richard Thaler) para que se usen menos los autos particulares.
Más allá del tema puntual sobre el transporte o el teleférico, me queda claro que tenemos el deber de (re)construir la capacidad de deliberar, sobre los asuntos de interés común, de forma respetuosa, transparente, informada y honesta, de no hacerlo los problemas de convivencia se agravarán y el transporte será el menor de nuestros problemas como sociedad.