Una mujer se pone de rodillas frente a la Policía en Minsk, sede de las protestas que piden la renuncia del Mandatario. Foto: AFP
La crisis bielorrusa, a más de política, es también moral. El presidente Alexander Lukashenko ganó su sexta elección consecutiva. Y lo hizo con el 80,10% de los votos. En Bielorrusia nadie se lo creyó. Al menos, por lo que cuentan crónicas y reportajes, antes de los comicios del 9 de agosto pasado, ya había un agotamiento generalizado hacia un líder que no ha tenido ningún pudor para afirmar que a la oposición hay que “torcerle el cuello” como a patos.
En los días de campaña, una mujer, Svetlana Tijanóvskaya, arrastraba multitudes en un país donde no hubo restricciones por el coronavirus -de hecho, el campeonato de fútbol se mantuvo-. Nadie sabe cómo fue que le permitieron su inscripción. O sí: en su profunda misoginia, Lukashenko está convencido de que nunca una mujer gobernará el país, porque la Constitución no está hecha para mujeres.
Según la autoridad electoral, Tijanóvskaya consiguió solo el 10%. Eso fue algo aún menos creíble y, desde entonces, cada domingo hay al menos
100 000 personas exigiendo la renuncia del Presidente y un llamado a nuevas elecciones.
Son las mujeres las que lideran las movilizaciones. Y eso debe ser una pesadilla para Lukashenko. Pero él no cede: “Mientras no me maten, no habrá otras elecciones”, dijo ante trabajadores de una fábrica estatal que plegó a la huelga y se sumó a las protestas.
Son cuatro las caras femeninas visibles. Una de ellas es Veronika Tsepkalo, esposa del diplomático Valeri Tsepkalo, quien huyó a Moscú y cuya familia tuvo que refugiarse en Ucrania cuando supieron que serían detenidos.
Tijanóvskaya es esposa del famoso bloguero y activista Seguéi Tijanovksi, apresado en mayo pocos después de haber anunciado su postulación. Tras la elección se refugió en Lituania con sus hijos.
La tercera es María Kolésnikova, jefa del equipo del banquero Víktor Babariko, quien se convirtió en el rival más peligroso para Lukashenko al reunir 400 000 firmas -la ley exige 100 000- para su candidatura. Él está tras las rejas desde junio, acusado de haber sacado del país 400 millones de euros, de lavado de dinero y de evasión impositiva. A ella la detuvieron el 8 de este mes.
Svetlana Alexiévich, nobel de Literatura en el 2015, es la única de los siete líderes del Consejo de Coordinación que aún está libre. Su vivienda fue rodeada por manifestantes para impedir que la Policía la sacara de su hogar.
Si bien son las destacadas, las mujeres predominan en estas manifestaciones populares en las que, dicen, finalmente se ha perdido el miedo a Alexander Lukashenko.
El presidente ruso, Vladimir Putin (i), aliado clave de A. Lukashenko. Foto: AFP
George W. Bush, expresidente de EE.UU., definió en el 2006 a Lukashenko como “el último dictador de Europa”. Y eso le ha quedado como una impronta en casi todo el mundo. Pero en su país, desde hace 26 años, lo conocen como ‘Batka’, que quiere decir ‘Padrecito’. Y él se lo tomó en serio.
Desde que en 1991 se independizaran de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), los bielorrusos no conocen otro presidente que Lukashenko. Ganó las primeras elecciones de 1994 con un discurso consabido, pero siempre efectivo por prometedor: acabar con la corrupción.
Los observadores internacionales consideraron que fue una elección limpia y la victoria incuestionable: más del 80% de los votos.En el 2001 logró que el 77,4% votara por él. Pero aquello de ser el ‘Batka’ lo llevó a modificar la Constitución, en el 2004, para que se permita la reelección indefinida.
Nunca más hubo observadores internacionales y él resultaba ser una maquinaria electoral. En los cuatro comicios siguientes siempre ganó con más del 80%. Salvo en el 2006: cuando logró el 93,5% de los sufragios. Sin rubor, bajó la cifra al 86%, porque le parecía un triunfo demasiado elevado.
En este 2020, además de ganar la Presidencia sus aliados dominan absolutamente el Parlamento. Ni un solo opositor logró reunir los votos para ser congresista.
¿Sorprende? No tanto. Lukashenko es un nostálgico del comunismo. Fue el único miembro del Soviet Supremo de Bielorrusia que votó en contra de la disolución de la URSS, en 1991.
Vio horrorizado cómo se derrumbaba “el socialismo real”, sobre todo en Rusia y Ucrania, donde se entregaban enfervorizados al capitalismo, la concentración de riqueza en manos de pocos y la construcción de una nueva oligarquía.
Y él no quería eso. Los que conocen Minsk afirman que parece un “parque temático” de la URSS. Al ser destruida en su 80% durante la II Guerra Mundial, se la reconstruyó siguiendo los patrones arquitectónicos de Stalin: amplias avenidas, plazas de cemento y grandes edificios, según escribió desde Moscú, Marc Marginedas, en el diario El Periódico.
La BBC afirma que es el único lugar en el mundo donde calles y plazas mantienen los nombres en homenaje a héroes soviéticos. Y si bien algunos símbolos como la hoz y el martillo han desaparecido, es en la única exrepública soviética en donde aún existe el nombre de KGB para los servicios secretos de seguridad.
El 70% del aparato productivo está en manos del Estado. Desprecia la empresa privada: la acosa con un exceso de cargas impositivas y le crea siempre nuevas reglas de juego.
Pero hay algo que también es cierto: bajo su gobierno hubo estabilidad económica, aunque dependiente de Rusia, adonde exporta el 40% de sus productos. Moscú es, a la vez, su mayor acreedor: mantiene el 38% de la deuda estatal. Le subvenciona petróleo a un precio menor del mercado; Minsk, lo procesa y lo vende a precios internacionales.
Según el periódico alemán Parlament, los subsidios -directos o indirectos- de Moscú fueron de alrededor de USD 90 000 millones en el 2017.
Aunque hubo un distanciamiento entre él y Vladimir Putin, ambos se reunieron el lunes pasado. Moscú prometió un crédito de USD 1 500 millones.
Para Rusia y para la UE, Bielorrusia es un país que importa geopolíticamente al estar en el centro de Europa. Aunque Lukashenko intentó acercarse algunas veces a la UE, esta desconoció su victoria; Putin, en cambio, lo apoyó.
Si bien hay diferencias, algo une a Putin y Lukashenko: ambos están convencidos de que sin ellos -y así lo han dicho públicamente- sus países caerían en el caos. Y la disciplina es propia de un ‘padrecito’ con un pasado comunista.