El arquitecto y fotógrafo Ricardo Bohórquez ha captado con su cámara la transformación urbana, social y cultural de Guayaquil desde los años 90, dando cuenta de lo que el “progreso” ha dejado atrás. Su archivo fotográfico es de cerca de 300 000 tomas. En la pandemia se ha dedicado a trabajar en él buscando líneas discursivas y expositivas en ese mar de imágenes de acciones, retratos , interiores, edificios, detalles y paisajes…
¿Tomar una foto es…?
(Un silencio) Es jugar con capas de historia y con capas de aprendizaje que uno le pone… La toma es un momento, pero antes la foto ya está medio hecha, porque tienes un montón de referentes visuales, de formas y composiciones en la cabeza. Entonces son capas de memoria también.
¿Eso sin mencionar las capas de historias personales?
Por lo general hago mucho retrato de la gente con la que comparto. Me he quedado trabajando mucho sobre cosas que me interesan en el centro de Guayaquil, por ejemplo. La fotografía que hago tiene que ver con la ciudad, con el patrimonio, con el diseño, con la arquitectura moderna, con investigación antropológica y sociológica… La gente piensa que cuando viaja a otro lado va a fotografiar algo que le inspire, pero en realidad lo que estás haciendo es reflejando lo que tú sabes, lo que quieres y te interesa.
¿Refleja lo que usted es?
Me interesa lo afro, la música, el mar, ciertos temas de lo andino. Temas que tienen que ver con resistencia, pero son mis cosas, cuando estoy fotografiando eso estoy dejando de lado todo un universo. Hay que fotografiar lo cercano y lo que te afecta. Ya ha pasado un tanto esa moda de las famosas imágenes de la porno miseria. No sé porqué a tanta gente le interesa captar la miseria de esa forma, si les afecta de verdad, si es por sentirse mejor, por causar lástima o porque de allí salen ‘las buenas fotos’. En realidad no estás haciendo nada por ellos. Hay que ser consciente de que lo que estás fotografiando es tu reflejo y una ligera apariencia de los otros.
Pero cuando retratas siempre estás invadiendo la intimidad, el espacio, del otro…
Es un tema enorme. Mi actitud ante el retrato es captar lo que la persona me quiera dar. La fotografía siempre tiene un fin, un uso, depende de las intenciones. La fotografía siempre es un trabajo grupal, aunque uno crea que es un lobo solitario. No. Estás usando unos mecanismos y herramientas inventadas por alguien, estás accediendo a sitios porque alguien te lo permite. A un fotoperiodista se le permite acceder a ciertos lugares… y eso te concede un aura para fotografiar. Menos en las protestas de octubre del 2019, donde la policía les dio golpes a todos por igual, incluso a quien solo estaba allí para fotografiar.
¿El Guayaquil que se pierde es su gran temática?
Las cosas que me gustan de Guayaquil desaparecen, porque son bien contracultura. El mítico bar el Gran Cacao en el centro tuvo resonancia en principio porque propuso otra forma de utilizar la calle, los soportales y eso se perdió. Después se convirtió en un desastre porque el Municipio dispuso que se encierren con aire acondicionado, entonces adentro pueden convertirse en lugares sin ley, mientras que en la calle todo está expuesto al público. Es un Guayaquil decadente y abandonado el de mi interés. El de edificios del centro que desde 1999 están desocupados y sin uso. Después de 20 años, el Municipio debería adquirirlos. Ahora , ¿qué haces con ellos? Es otra discusión.
¿Se considera usted un nostálgico irredimible?
No es nostalgia. O empecé por allí, pero tiene que ver más con tener un registro que permite entender otras realidades que son sobrepuestas por realidades cada vez más unidimensionales, pequeñas y uniformes.
¿Por ejemplo?
Cuando empezó la regeneración urbana de Guayaquil (por 1999) yo no estaba haciendo fotografía documental, pero me doy cuenta que empiezan a desaparecer un montón de cosas: la gráfica popular, los vendedores, comercios y restaurantes pequeños… Nadie hizo inventario. No alcancé a fotografiar los autobuses, antes de que todos pasen a ser celeste y blanco. De un hachazo se eliminó todo un sistema de comunicación, porque la gente sabía a donde iban los buses por sus colores. Era un sistema más visual para salvar el analfabetismo de entonces y de una riqueza visual increíble. Los colores de la bandera de la ciudad no tienen porque estar en todas partes, es bien torpe y facho.
¿Al guayaquileño promedio no le duele ni le importa la pérdida de edificio patrimoniales?
El guayaquileño en general es bien aspiracional, hacia afuera, suele ser alguien alienado y alineado. Le han borrado su propia historia y le proponen toda esa historia de los blancos. Lo de aquí no tiene valor y no importa, por eso siempre puedes imponer cosas: generas un vacío y puedes llenarlo con lo que te da la gana. Ahora es Disney o Miami, antes fue Francia, en otra época fue Italia o Alemania.
¿Qué me dice si le menciono el Cine Presidente?
Terminó como un cine porno, pero antes fue un cine normal: el último de unos 15 en el centro de Guayaquil. Fuimos un día con una amiga a conversar con el dueño para ver si podíamos documentar su historia. Cuando llegamos resulta que era el último día de proyección de 35 milímetros, porque lo habían vendido y al día siguiente ya entraba el nuevo dueño, que era un pastor de una iglesia evangélica. Ya otros cines del centro se habían convertido en templos. Entonces pude hacer fotos de la última proyección, una película porno con cuatro pelagatos en la sala. Y en la cabina, con máquinas gigantescas y viejos proyeccionistas, fue algo sobrecogedor escuchar cuando apagan las máquinas y se acaba una etapa de la historia del cine en 35 milímetros de la ciudad. Los señores me regalaron un par de metros de cinta: los descartes de una película pornográfica.
Trayectoria
Guayaquileño. Se graduó de la Católica de Guayaquil de arquitecto y ejerció entre 1995 y 2000, cuando se volcó de lleno a la fotografía. Colaboró con el Programa Historia de la Arquitectura de Guayaquil. Cuenta con más de 25 muestras individuales.