Hablar de un episodio traumático siempre será un acto de valentía. Más aún si se decide que esa confesión salga del ámbito familiar y se instale en la esfera pública, a través de una película que se proyectará en festivales y salas de cine de todo un país.
A ese acto de valentía recurrió el director ecuatoriano Víctor Arregui en ‘El día que me callé’, su nueva cinta, con la que el pasado miércoles 12 de octubre, se inauguró la XXI edición del Festival Internacional de Cine Documental Encuentros del Otro Cine (EDOC).
En esta película, que también cuenta con la dirección de Isabel Dávalos, Arregui se despoja de toda pretensión moralista para hablar de una forma cruda y honesta de las secuelas que dejó en su vida la violencia física y sexual a la que fue sometido, hace más de treinta años, en un pequeño pueblo de la Costa ecuatoriana.
En el documental aparece su testimonio de lo que recuerda de aquella noche y también su intento por recrear, desde la ficción, los que quizás sean los momentos más dolorosos de su vida. Asimismo, conversa con personas que fueron parte de esos años de juventud y militancia política.
Mirando directo a la cámara cuenta que no rompió con años de silencio para buscar a los culpables de su agresión, sino para encontrar una especie de catarsis, la liberación de todo ese dolor silenciado por décadas, pero sobre todo para abonar a las reflexiones, aún escasas, sobre la posibilidad de asumir nuevas masculinidades.
La procesión va por dentro
La película de Dávalos y Arregui es reveladora en varios aspectos. Uno de ellos es lo doloroso que resulta para una víctima de violencia sexual hablar, sin importar el tiempo que haya pasado, sobre la agresión que sufrió. Como les pasa a muchas víctimas de violencia en Ecuador, Arregui calló porque tuvo miedo de ser estigmatizado, rechazado y revictimizado.
En varios pasajes de la película cuenta cómo, en su caso, el silencio se convirtió en una forma de sobrevivir y de continuar con su vida. En ese empeño logró formar una familia, ayudar a criar a dos hijos y rodar varias películas. Incluso confiesa que durante algunos años pudo olvidarse de su tragedia, pero que al final el miedo y el dolor siempre regresaban.
Sus reflexiones también muestran una realidad que pocos quieren ver: en Ecuador, miles de niños y adolescentes son víctimas de violencia psicológica, física y sexual. La mayoría calla por miedo a represalias de sus victimarios, pero también porque han sido educados en una sociedad donde aún es mal visto que los hombres expresen sus sentimientos, más aún si están relacionados al miedo, al desamparo y al dolor.
Por más abrazos y menos ira
A lo largo de toda la película, este cineasta va narrando a varios de sus amigos la violencia de la que fue víctima. Antes de rodar esta cinta solo se lo había contado a un par de personas y a sus psicólogos. Al escuchar su testimonio la mayoría se sorprende, se indigna, se cuestiona y hasta entra en cólera, pero ninguno acerca su cuerpo para ofrecerle un abrazo.
Ahí está otra de las revelaciones de la película: los hombres tenemos miedo de abrazar a otros hombres, de cobijarlos en sus momentos de dolor y de generar, como han hecho las mujeres, espacios de sororidad. Quizás, una forma de comenzar a vivir una masculinidad menos violenta sea asumir, como lo hace Arregui, que no hay nada malo en mostrarse triste o vulnerable frente a otro hombre.
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