El turismo rural se ha convertido en una alternativa de viaje, esparcimiento, entretenimiento y distanciamiento, absolutamente necesarios en tiempos de pandemia. Desde hace 10 años, Raúl Guarderas decidió lanzarse a esta rama en Machachi.
Ahora, con la pandemia, todo indica que el turismo rural es más bien una necesidad…
Empecemos por el tema 1.0. Es un espacio donde la gente respira bien, respira aire puro y, por ‘default’, practica una distancia social. La respuesta es que sí y es interesante porque la gente que ha estado acostumbrada a salir del país a hacer turismo, ha encontrado que hay joyas escondidas en Ecuador.
Y es gente que hacía turismo urbano, mayormente…
Efectivamente y, creo yo, es el ecuatoriano que tiene una determinada capacidad económica para viajar fuera del país que decidió buscar qué se puede hacer dentro del país y se encontraron con joyas escondidas. Creo que es una opción muy viable. El turismo rural es adentrarse en espacios escondidos, en lugares prístinos y que están a la vuelta de la esquina.
Antes, en cinco minutos ya se estaba en la naturaleza. ¿Los quiteños perdieron ese vínculo?
Yo creo que sí: hemos perdido ese vínculo orgánico, esa posibilidad de juntarse tres, cuatro o cinco personas, caminarse 20 minutos desde Guápulo. Incluso con la facilidad que existe del teleférico, la gente hace cosas urbanas en el Ruco Pichincha. Y siento que hemos perdido ese gustar de cosas escondidas, hermosas, visibles. Muchas veces la gente sube con un cronómetro al Cotopaxi y postea sus estadísticas de cuánto caminó. El rito de la montaña, del chaquiñán,de adentrarse en el bosque se ha ido perdiendo. Y ni hablar cuando se trata de la señal del teléfono…
Es que ese es el gran miedo contemporáneo: perder la señal o ver la batería al 5%….
Es triste que ese miedo se dé apenas a los cinco o diez primeros minutos; y si no se resuelve, puede convertirse en la razón por la cual se puede abandonar el lugar. Es algo que me ha pasado como anfitrión. Y la verdad es que sí hay posibilidad de conectarse, pero no es una señal de Wall Street porque estamos en una zona rural. Esa desesperación me deja muchas reflexiones sobre cuánto tiempo dejas tus ojos, tu vida, tu psiquis frente a la pantalla digital, a ese espejo negro como la serie de televisión.
¿Y qué se hace para calmar a la gente en esos momentos?
Un poco tratando de hacer una inducción de qué es lo que ofrece el campo. De alguna manera sí he logrado que se enganchen y que digan “no es tan dramático”. Y se logran cosas lindas. El fin de semana anterior, por ejemplo, un muchacho que se quedó en una situación así, encontró en la sala de la casa un libro de Patrick Süskind. No lo conocía y se lo leyó de cabo a rabo y se despertó muy contento. Dijo que le encantó tener la posibilidad de agarrar un libro. Son cosas que nos han sorprendido.
Muchos dicen amar la naturaleza, pero la ruralidad es otra cosa: es madrugar, trabajar de sol a sol, limpiar las chancheras…
Nací en el campo y la vida de familia me llevó a la ciudad. Pero la cabra tira al monte y volví. Me queda un chip de ser urbano en mi forma de vida y forma de ser, que se combina con la reactivación de este chip rural. Pero hay esas variables que se presentan y hay que ir resolviéndolas. Pero, voy a ser sincero: hay temas a los que no puedes dominar. Por ejemplo, he trabajado cuatro años en un huerto y con la granizada se destruyó. Para la gente del campo es “ok, hay que rehacer el huerto”, pero mi parte urbana me hizo sentir impotente, condenado por los dioses (se ríe). Me pasó que perdí caballos queridos a raíz de una tormenta. En la ciudad tienes la posibilidad de llamar al 911, pero en el campo me sentí indefenso. Horas después llegó un veterinario.
Cuando vamos al campo, hablamos de una cultura, de una comunidad. ¿Cómo se hace para que el ser urbano entienda esas relaciones desde el turismo?
Un vehículo es la gastronomía. El campo tiene sus sabores, sus técnicas culinarias, tienen sus quehaceres. De un sabor puedes remitirte a una práctica y de esa práctica puedes conocer quiénes están alrededor del tema. Y eso sí hacemos. Hay un vínculo directo con lo que ahora es un patrimonio intangible: la chacarería. Es toda una cultura en la que la warmi tiene un rol interesantísimo. Ese es un campo bastante amplio que se puede conocer. Pero, por otro lado, hay un pequeño porcentaje de gente que simplemente quiere una desconexión, llegar a un lugar en silencio para descansar y no quiere sino estar en este espacio.
¿Cuál es la relación fascinante de la mujer en la chacarería?
Es una gestora, y para nada pasiva. Es el engranaje de las actividades, pero que le pone su amor y es un factor de complemento de la figura masculina del chagra.
¿Y ante el avance de la urbe?
Hay algunos conceptos interesantes de la vida urbana, pero otros que son negativos y van enquistándose. El quiteño sigue siendo campechano, menos ahora, por su puesto, pero Quito sigue siendo una pequeña aldea con los problemas de la gran urbe. Es pertinente poner un freno a la ciudad que se ha comido ya tres valles. Machachi, donde ofrecemos estas actividades, sigue siendo una despensa no solo de Quito, sino de Ecuador. Ahí uno se pregunta sobre lo hermoso que tiene la vida rural.
Usted es un melómano… ¿Hay una música para el campo sin que sea folklore?
Hay mucha música para el campo. Creo que es ecléctica, desde rythm & blues hasta zamba argentina. Y me encanta -ahí sí- abrir el abanico y tocar cosas de diferentes partes del planeta y diferentes géneros. Pero también hay una cosa que es muy linda y que podría sonar a lugar común: el silencio, que también es muy rico de recibir y de vacilarlo, sin dudas.
Trayectoria
Tiene formación como diseñador y un posgrado en Museografía y Diseño de Interiores. Gestiona Sierra Alisios, en Machachi, que se dedica al turismo rural. Como aficionado a la música, dirigió programas en dos radios de la capital.