Roy Sigüenza es uno de los mayores poetas del país. En sus textos, el cuerpo es uno de sus ejes vitales. Radicado y nacido en Portovelo, El Oro, es también un autor de las periferias, alejado de la centralidad Quito-Guayaquil, aunque vivió en la capital. Pero más allá de su enorme valor poético, es de esos escritores que se hacen querer.
¿Sí se siente un poeta querido?
Yo creo que sí. Aunque no sé si debo distinguir entre la persona y el poeta. No lo he buscado, pero es algo que siento en los jóvenes, en las mujeres, porque -claro- hacen sus lecturas desde un interés y, quién sabe, encuentren por ahí algo que necesitan.
¿Cómo es esta relación del escritor con su lector? A veces se escribe y las caras de los amigos están ahí presentes…
Para mí es difuso el lector. No tengo una cara frente a mí… Ni la de Dios diría yo (risas). Creo que es como mucho un acto gratuito. Lo único que dispones para dar es una ofrenda. Creo que íntimamente eso ocurre.
La ofrenda tiene algo que ver con un acto de humildad…
Las palabras humildad y modestia siempre tienen problemas conmigo. Creo que es por la formación popular que tuve de niño. De hecho, no me creo ni poeta; te lo digo en serio. Hay una demanda de escribir, porque es una demanda íntima, que va conmigo a donde vaya.
Hace poco le publicaron una antología. Tuvo que editar sus textos de los primeros años. ¿Cómo siente ese reencuentro de cara a una nueva publicación?
Cuando leo mis textos -y no lo digo desde la vanidad- me da alegría. No sé si es una impresión, pero es lo que siento. Hay una suerte de distanciamiento que me permite volver a los textos sin miedo, con confianza. Los vuelvo a leer y probablemente uno o dos textos podrían modificarse, no todo. Generalmente, los poemas se quedan como están. No hay razón para rectificar los errores; debe haber un testimonio de que en algún momento te equivocaste.
Los textos siempre imperfectos.
Pero me dan alegría, aunque suene vanidoso.
La humildad se va al trasto…
Pero es lo que siento íntimamente. Yo celebro los textos, a los que vuelvo los noto vivos. Quizá no tanto los primeros porque ahí se revela una parte de mí que probablemente me convenía rehuir, hacer que trastrabille.
Hay una línea poética suya que se ha vuelto poderosa: “Caballo sea la noche”. Los caballos son un símbolo en tu obra…
Es una aparición. Una visión. El caballo apareció. No voy a la hípica, no me he pelado con un criador de caballos. El bichito apareció como asoman los pájaros, los animalitos que pueblan el río Amarillo. No tengo una cosa lógica que lo pueda explicar.
Se habla mucho de las literaturas de frontera o periferias. ¿Usted qué cree de eso?
De las márgenes, para ser más determinante. Creo que la escritura tal vez no tenga nada que ver con ella y más bien tenga que ver con el boxeo: valentía. A la escritura está ligada, además del talento, el don, el aprendizaje y la cultura, otros valores que vienen de otras disciplinas.
En Chile, país de poetas, una buena cantidad de los poetas importantes no son de Santiago…
Quizá es una antigüedad humana, que un poco tiene raigambre en el campo. Hay algo ahí que busca expresión, que también lo puede hacer la narrativa, claro.
¿Quizá por el silencio poético?
En mi poesía, la página siempre está pidiendo silencio, es una voz que necesita el silencio de la mente para leerse. Ahí se resuelve el texto poético. Pero también he aspirado que mis poemas puedan ser parte de una propuesta multimedia. Me imagino toda esa materia verbal que pueda desplazarse con otras voces que son fraternas, que convocan, que aman…
¿Y el dolor?
Si hablas del dolor de la vida, de la tragedia, el trasunto es el humor. La puesta en escena es el humor. Yo peleo en contra de la poesía como algo trágico, doliente, amargo si quieres. No te estoy hablando desde lo ‘light’ para nada. El cuerpo del poeta lo ha superado también. Tiene que hacerlo para que la voz no se ahogue o se suicide al ir a ese encuentro, que no se empolve en el dolor, sino que sea un acto creativo, un acto vital.
¿Una especie de resurrección?
Quién sabe… Es un lugar común el morir varias veces -¡Estamos diciendo cosas raras! (se ríe)-. Hay algo que el poema puede explicar cuando ya no es tuyo, cuando es adoptado, cuando es adaptado…
¿Cree en eso de que el texto deja de ser tuyo y es de todos?
En el fondo-fondo, sí. Yo, por ejemplo, no peleo por los derechos de autor. No se a qué se deba, pero veo que hay líneas mías que se utilizan. El contrabando de lo que escribes, hablo de la piratería, no del plagio, tiene su atractivo. No me disgusta.
El que lo adopta y lo adapta.
Cuántas necesidades tiene el cuerpo humano que le satisface o complica el arte. Es como con los alimentos: dejan de tener sus propiedades cuando te alimentan y ya no es del dueño de la tierra. Yo no tengo el sentido de la propiedad del texto. Mi responsabilidad es escribirlo, darme cuenta de que lo estoy haciendo bien.
Dijo cuerpo y usted ha sido calificado como el poeta del cuerpo.
A mí me parece que cuando el cuerpo expresa es el deseo el que se expresa. Quizá ahí ya hay una ruptura porque trasciendes los roles masculinos y femeninos. No escribo del amor normal, de la pareja habitual en términos que más o menos conocemos. Creo que ahí va tomando cuerpo una voz que no asoma tan temprano por la enemistad que surge ante la realidad que vas diciendo en el texto.
Y sin ser evidentes…
Podemos hablar de un eros bastante heterogéneo, maleable, fluido. O podría ser lo que los antropólogos llaman ‘queer’. No es una declamación de las diferencias, sino la verbalización humana de esta vida.
Trayectoria
Nacido en Portovelo, desde temprano ha tenido interés en la poesía. Ha publicado libros como Cabeza quemada (1990), Tabla de mareas (1998), Ocúpate de la noche (2000), La hierba del cielo (2002), Cuerpo ciego (2005) o Cuatrocientos cuerpos (2009).