Las llamas fueron introducidas en los páramos de San Isidro en el 2014. Fotos: Glenda Giacometti / El Comercio
Los páramos de la comunidad San Isidro están cercados por un grueso alambre de púas. El cerramiento limita las 1 060 hectáreas de pastizales, bosques de polylepis, lagos y manantiales calientes con las de otras comunidades del occidente del cantón Pujilí. Así los comuneros evitan que el ganado bravo, ovejas y caballos ingresen al área c de conservación para alimentarse y que sus pezuñas dañen los manantiales y retenedores de agua.
Con esta acción impiden que sus vecinos intenten apropiarse de sus tierras para hacerlas pastizales o sembrar papas, habas y otros productos, tal como sucede con los pobladores de las 14 comunidades de Juigua – Yacubamba que sobrepasaron la frontera agrícola con los cultivos y la ganadería.
Rocio Simalusia es una de las 137 herederas de los páramos accidentados a los que denominan en idioma kichwa como Chaupi Urco Chilca Tingo, ubicados a 4 500 metros sobre el nivel de mar. La líder indígena indica que las tierras fueron entregadas como herencia a 34 huasipungueros que trabajaron en la hacienda San Isidro hasta mayo de 1968.
El legado dejado por los primeros indígenas está plasmado en una placa y monumento en el campamento base de la comunidad. Para arribar a este sitio hay que viajar una hora en auto y otra a pie en un total de 20 kilómetros. Mientras se asciende, el visitante observa una bandera blanca que flamea en lo alto de la montaña. Este símbolo anima a los indígenas a continuar cuidando el páramo, de donde nacen los ríos Cuchiwasi y Nagsiche.
A pocos metros de los nacientes afluentes están tuberías para agua potable que se distribuye una parte al centro de Pujilí. Hay, además, las captaciones del agua para otras 13 comunidades de la zona baja y tres haciendas de brócoli.
“A base de mingas hemos logrado recuperar el páramo. Hace 10 años había muchos animales en esta zona, pero se ha bajado la carga por los efectos del cambio climático”, aseguró Simalusia.
Por ocho días, en el campamento base permanecen entre dos y tres comuneros. Ellos son los encargados de vigilar la cerca, revisar las captaciones de agua y cuidar el páramo.
Los vigilantes pernoctan en una de las tres chozas que edificaron y que también sirve de cocina. En uno de los espacios del campamento hay una pequeña chacra, donde hay plantas medicinales y legumbres.
En otro lugar se construyó una jaula para las ocho llamas y cinco alpacas que cría la comunidad. La reintroducción de los camélidos para pastar en estas zonas forma parte de la preservación del páramo.
“La madre naturaleza nos provee de todos los elementos para subsistir. Nuestro deber es cuidarla y proteger el agua que en un futuro será considerada el oro blanco”, indicó el vicepresidente de la comunidad, Patricio Copara.
Desde los miradores del campamento se observan los profundos valles, ríos y montañas. Los campesinos crearon chaquiñanes que llevan a cuidadores de San Isidro a los canales de riego comunitarios o a las lagunas. Para eso cuentan con el apoyo económico o técnico de organizaciones internacionales o fundaciones. En el momento los comuneros trabajan con los técnicos de la Fundación Heifer Ecuador.
“La cooperación con Heifer es variada. Un grupo de mujeres trabaja con agricultura limpia y otros con la recuperación de las cuencas hídricas”, indicó Simalusia.