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La era digital trae su propia ignorancia

Héctor Chiriboga, en una terraza en el centro de Guayaquil, donde reside.

Héctor Chiriboga, en una terraza en el centro de Guayaquil, donde reside.

Héctor Chiriboga, en una terraza en el centro de Guayaquil, donde reside. Foto: Mario Faustos / EL COMERCIO

El escritor y filósofo italiano Umberto Eco ya había advertido que las redes sociales dan el derecho a hablar a legiones de idiotas. Ahora es el libro ‘La fábrica de cretinos digitales’, del neurocientífico francés Michel Desmurget, el que señala que estamos creando a la primera generación con un coeficiente intelectual más bajo que el de sus padres. El sociólogo Héctor Chiriboga ahonda sobre la ignorancia en la era digital.

¿Qué es la ignorancia y cómo ajustar su definición a nuestro contexto?

En general es un desconocimiento, un no saber, y todos somos ignorantes en muchas cosas. Ahora hay un ‘no querer saber’ sobre quién es cada uno, por el ‘yo’. Pocos son los que se preguntan por su propio malestar en esta época de tantos impulsos de pantalla y tanta distracción, en los dispositivos tecnológicos se obtura por un rato el malestar.

¿En una cultura dominada por lo que tenga más clics, parece que somos cada vez más superficiales y menos reflexivos?

La gente busca los clics para rellenar un vacío sobre el que se evita indagar. Los individuos no quieren saber mucho de los males que los aquejan y como reflejo la sociedad tampoco está muy interesada en conocer lo que le pasa. Es una poca reflexividad que se contagia; si hay algo que caracteriza a esta época es la instantaneidad y la omnipresencia de la comunicación. Entonces, hay un imperativo a identificarse con ese otro que aparece en la pantalla, quien a menudo puede carecer de una opinión informada.

¿Cómo es que vivimos un ascenso de la ignorancia cuando vivimos en la sociedad del conocimiento?

Es la gran paradoja de nuestro tiempo, nunca habíamos producido tantas maravillas tecnológicas, pero son esas mismas creaciones las que nos obnubilan. Internet es una fuente de conocimiento, es una inmensa biblioteca, pero no todos están dispuestos a sondearla. Y así como tenemos una gran información valiosa, una estantería gigantesca de datos, también hay una gran cantidad de información que sirve más como un entretenimiento vano, vago y, por momentos, nocivo.

¿Qué nos dice sobre la ignorancia de nuestro tiempo la relación entre nativos digitales y un más bajo coeficiente intelectual respecto del de sus padres?

Sobre este apelativo de ‘nativos digitales’ se ha hablado mucho en términos de alabanza, una alabanza que en lo personal me sonaba a justificativa y exagerada. Esto justificó una suerte de educación distinta que, por momentos, abandona un rigor de época, donde se apela a la flexibilidad, y el tratamiento de los temas tiende un poco a lo entretenido. Es un término atado a los estudios de juventud que ofrece una perspectiva excesivamente feliz, acuñado desde las ciencias sociales, pero que termina entroncando con el mercado y con el Estado, que tienen que dar cuenta de esta población que demográficamente crece.

¿Ahora, no se estará también subvalorando a las nuevas generaciones?

El coeficiente intelectual está relacionado con el desarrollo académico, pero no garantiza logros en campos como el laboral. El conocimiento y la inteligencia en última instancia tienen que ver con un ‘poder hacer’ con la vida, la capacidad para resolver problemas laborales, vitales, estéticos, emocionales o afectivos. Hay inteligencias que el coeficiente no mide. El problema es que cuando se conocen menos cosas a fondo, que es lo que pasa hoy, también se tiene menos capacidad de transformar el conocimiento en algo valioso.

¿Cuáles son los peligros de una estupidización progresiva de
la población?

Está el tema de aprender a discernir, lo que implica aprender a pensar, y no lo vas a conseguir si estás todo el tiempo encandilado en las pantallas y gozando permanentemente de forma absurda. Pienso en la noción de masas, ligada a los populismos y al totalitarismo, donde los individuos tienden a identificarse con ideas sencillas que los seducen y que, por ejemplo, los colocan en una posición de víctimas. Se puede contribuir a un debilitamiento de la democracia, ­algo de eso hay.

¿Hay que cambiar el para­digma de formación o el de educación?

La posición del docente se ha vulnerado. La educación tiende cada vez más a un saber instrumental, es decir, ‘aprende a hacer tal cosa’, sin importar para qué o de dónde salió aquello. Eso debe cambiar. No se puede formar solo en la técnica. Allí sí deberíamos plantear un retorno a las humanidades. Este tipo de formación toma más tiempo y va a contrapelo de la tendencia de acortar la enseñanza o con los deseos de una mayoría de nuevos estudiantes que no quiere aprender de verdad, solo sacar un título con rapidez.