Un grupo de niños de Jatari Campesino recibe con bailes a los viajeros del tren. Foto: Archivo/ EL COMERCIO
Danzas y canciones autóctonas, pinturas y poemas en kichwa son parte de la oferta de turismo comunitario en Palacio Real, La Moya y Jatari Campesino. En esas comunidades de Chimborazo, el arte autóctono se conserva para presentarlo como atractivo turístico para los visitantes.
El mural pintado por el artista riobambeño Pablo Sanaguano en el ingreso a la comunidad Jatari Campesino, muestra la vida cotidiana en la comunidad, las fiestas populares y algunos de los personajes más reconocidos. Pero lo que más emociona a las mujeres de la asociación de artesanas es que ellas ayudaron a pintarlo.
“Nos gusta saber que somos parte de la pintura. No solo nuestros rostros están ahí, también ayudamos a decorar el mural”, cuenta Juana Chinlle, integrante de la asociación.
El mural está pintado en el punto de desembarque del tren, en su recorrido denominado Tren de Hielo 1. Los viajeros llegan a la comunidad para conocer la galería de artesanías de la comunidad y disfrutar de un refrigerio.
Los niños los reciben con bailes autóctonos. También cantan junto a sus madres canciones infantiles en kichwa, como La venada.
Esa canción cuenta la historia de una familia de venados y muestra la tradición de la cacería de esos animales, que antes era común en los días de fiesta.
“Ya no cazamos venados en el páramo, pero recordamos lo que hacían nuestros abuelos y lo contamos a los niños para que conserven ese conocimiento en su memoria”, dice María Yautibug.
En La Moya, otra comunidad situada a 30 minutos de Riobamba, el arte autóctono también es parte de los atractivos turísticos que se muestran a los visitantes. Ahí también hay pinturas que reflejan la historia de la comunidad, pero el atractivo principal son las melodías de Jorge Miñarcaja.
Él entona la bocina, un antiguo instrumento andino hecho con un cacho de toro y un pedazo de manguera de caucho. La bocina suena cada vez que un visitante llega, como una especie de bienvenida.
Antaño, la bocina sonaba con diferentes tonalidades para anunciar que un amigo de la comunidad llegaba de visita, que se iniciaban las fiestas populares o como una advertencia de peligro. Hoy solo se conserva con fines turísticos.
“Los bocineros dejaron de ser necesarios cuando aparecieron la radio y el teléfono. Ahora solo toco en las fiestas de la parroquia y para recibir a los turistas”, cuenta Miñarcaja.
Él tiene 76 años y es el último bocinero con vida en su comunidad. Los jóvenes no están interesados en aprender a tocarla, y nadie heredará su conocimiento.
“Una fiesta no es fiesta si no empieza con el sonido de una bocina. Me entristece no tener a quién dejarle”, dice entre risas. Según él, por eso es requerido en todas las fiestas que se realizan a los alrededores.
La operadora turística Puruwa Razurku, una empresa comunitaria, también promociona el arte autóctono en sus recorridos. Ellos incluso ofrecen una noche cultural en la que los turistas pueden compartir bailes y canciones con los habitantes de las comunidades que los hospedan.
“A los turistas les encanta. Es una de las fortalezas del recorrido”, dice Olmedo Cayambe.