Hubo un tiempo, cuando el boom de aquella cocina que alguien quiso bautizar como tecno-emocional, qué horror, en la que los restaurantes emblemáticos de aquella cocina científica llenaban sus comedores no de comensales o clientes, sino de conejillos de Indias.
Recordemos que un conejillo de Indias (con mayúscula, para evitar interpretaciones maliciosas) es, según el Diccionario además de un roedor al que también se llama cobaya o cuy, un “animal o persona sometido a observación o experimentación”.
Menos mal que estos cocineros nos tomaron por cobayas en sentido investigador, y no por cuyes, nombre que se da en Perú a este animalito que es utilizado en la cocina, pero como materia prima.
El chef español, Santiago Santamaría, fue uno de los más galardonados por la Guía Michelin. Foto: Gastronomía&Cía.
Tiempos en los que, además, la menor discrepancia conllevaba salir del círculo de los entendidos. Y cualquier crítica la expulsión a las tinieblas exteriores, donde, bíblicamente hablando, “allí será el llanto y el crujir de dientes”. Que se lo digan a Santi Santamaría y a los pocos que le defendimos en su día, aunque solo fuera su derecho a discrepar y opinar.
Pero vayámonos hacia atrás. Nada menos que al siglo XV, cuando Jorge Manrique escribe las coplas a la muerte de su padre. El soldado y poeta se pregunta: “Qué se fizo el rey don Joan? / Los infantes de Aragón / Qué se fizieron? / Qué fue de tanto varón, / qué de tanta invinción / que truxeron?”.
Ahí vamos, a la “invinción que truxeron“. En un principio fueron las espumas: ningún cocinero que quisiese estar en la onda dejaba de usar el famoso sifón de espumas, con sus cartuchos de dióxido de nitrógeno, ese gas del que tanto se habla cuando se toca el tema de la polución urbana. Gas dañino, nos dicen.
¡A buenas horas!
Platos llenos de espumas, etéreas, visualmente atractivas… y poco más. Un amigo mío le llegó a decir al inventor del sistema que lo comprendía: “a base de espuma, con dos alcachofas das de comer a todo el comedor”. Dado, y no admitido, que comer espumas fuese comer, de acuerdo.
Platos de espumas. Y se aplaudía, cómo no; recuerden el cuento “El traje nuevo del emperador, de Hans Christian Andersen, publicado en 1837: nadie se atrevía a decir lo que realmente veía, que era que el emperador iba desnudo. Pues eso.
Otra que tal: la llamada criococina, a base de sumergir cosas en nitrógeno líquido. Pobre nitrógeno, gas incombustible e incomburente que forma un 78% del aire que respiramos. Se licua a 196 grados bajo cero. Llevar a la mesa el recipiente de nitrógeno líquido, del que surgían oleadas de blanquísimo humo, era espectacular. Los efectos de sumergir en él algo, inmediatos: congelación sin cristalización. Perfecto.
Comida molecular del Restaurant Matteroni, del chef Alexander Espinoza. Foto: Diego Pallero/ EL COMERCIO
Perfecto el uso adecuado, pero, naturalmente, se pasó al abuso: todo se ultracongelaba. Era un juego: el cliente acababa expulsando por la nariz chorros de humo blanco. Muy bonito.
Pero a mi amigo y colega Alberto Luchini le crearon un problema cuando le dieron uno de estos preparados en una cucharilla de metal, que se le pegó a los labios; un incidente desagradable y peligroso. Hoy, el nitrógeno líquido, por su espectacularidad, se utiliza en números de magia y variedades.
Más? Alginatos, cloruro cálcico, gelatinizantes extraños. Un culto a la química recreativa aplicada a la cocina. Platos compuestos de semillas, o de pétalos de flores, o de cosas que antes dejábamos en el plato. Todo, en mi opinión, excesivo. Todo, cómo no, aclamado por los turiferarios de turno.
La mayor parte de estas invinciones que truxeron se han ido con el viento, como el Tara o Los doce robles de la película de ese nombre, Gone with the wind (Lo que el viento se llevó). Ha quedado lo útil; pero ya no sale al comedor. Se queda en el laboratorio; perdón, en la cocina, en qué estaría yo pensando.