Marco Antonio Rodríguez

Fernando Artieda y su palabra

Soberbio, airoso, osado retador de la vida y de la muerte, periodista y poeta de raza, declamador que seducía públicos dispares, Fernando Artieda (Guayaquil 1945-2010). Su primer ciclo contiene poesía social de vigoroso tejido conceptual: “Anda Damián, canta conmigo/ que estamos hombres aunque aún no seamos,/ que estamos hechos del metal más ágil,/ más sólido, más franco,/ para clavar en el sinfín de la tortura/ nuestro panal con hierro disfrazado”.

En el segundo escudriña los recovecos del Guayaquil profundo, sus barriadas ocultas, gozo y zozobra. Sensualidad y alegría. Nadie como Artieda erigirá un mejor monumento a Julio Jaramillo, el Ruiseñor de los pobres, porque su palabra está labrada con los entresijos de los excluidos: “Gentes del pueblo arracimados en colas largas/ como el destino para tocar el cuerpo y persignarse y llorar a grito herido la huella de su ausencia./ Mónica se vino desde la Yoni para contarle después de muerto/ todo lo que lo había querido./ Un borrachito con una botella de trago en la mano temblorosa decía/ ahora solo nos queda Barcelona”.

Zumba la palabra del poeta en los oídos, los ojos, la boca; surca la piel, palpita en las oquedades del ser. Vibra, danza, viborea, jadea o retumba, ríe y solloza: es el agua del vivir, del amor y de su careo con la muerte: “Pausa y grito/ les regalo mi tremor/ mi lengua yerta./ Ha llegado la hora de morir./ Riamos. Riamos. Riamos”. Algo se apoderó del cuerpo del poeta, algo incognoscible, alevoso, fue carcomiéndolo, pero ese ‘algo’ nunca pudo con su indomeñable espíritu.

Nuestro último abrazo fue en un acto ‘oficial’. En vez de himnos, en su homenaje, se escuchaba la voz de JJ. Cuando intervino, con su voz ronca y rotunda, recitó: “Pronto me voy a morir/ y volverán las rutinas musicales/ la casa tibia/ la risa frutal de los amigos/ la verbena continua/ los pisos de lectura enmohecida y un nuevo corazón./ Así es la muerte generosa/ así es la vida”. Así fue. Así es.

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