El pretexto para armar viaje fue acudir finalmente a conocer a mis tocayos, los cuvivíes, esos pájaros migrantes que vienen desde Norteamérica a suicidarse, según cuenta la leyenda, en las lagunas de Ozogoche y Cubillín. No, por Cuvis no iba a faltar en esos páramos de Dios; mejor dicho, del Inca, pues por allí pasaba el Incañán que unía a Quito con el Cuzco y aun quedan algunas huellas del camino imperial. De modo que me puse en contacto con un antiguo compañero de trabajo en la Facultad de Economía, Bayardo Tobar, alauseño de cepa, quien me invitó a la casa restaurada de su abuelo en Alausí. La idea era matar tres pájaros de un tiro: visitar ese pueblo que fue la puerta de entrada a la Sierra en la época del ferrocarril, volver a recorrer la Nariz del Diablo, y trepar hasta las lagunas que pertenecen al mismo cantón de la provincia del Chimborazo.
Hacía muchos años que venía oyendo hablar de los cuvivíes, aunque dos o tres de los más recientes visitantes al festival que organizan en el páramo a finales de septiembre me habían informado no haber visto uno de esos pájaros ni de casualidad. Parece que el cambio climático, la instalación del alumbrado eléctrico en la comunidades vecinas a las lagunas y sabe el cielo qué otra misteriosa razón han ido mermando notablemente la ‘cosecha’ de esas aves que caen del cielo y son recogidas por los indígenas pues tienen el sabor de un pollo.
Alausí, en cambio, está experimentando un renacer turístico impulsado por la rehabilitación del tren. Es un verdadero placer arquitectónico e histórico caminar por esas callecitas cuyas casas -de antiguas puertas y balcones tallados de madera- vivieron la época cuando la modernidad se anunciaba con los silbatos de la locomotora de vapor, los productos subían de la Costa rumbo a la capital y la gente migraba a trabajar en la zafra o a estudiar en Guayaquil. Ahora son los turistas extranjeros quienes se aglomeran en la renovada estación para hacer el trayecto en zig-zag de la obra magna de don Eloy.
Aunque no se compara con mi anterior descenso en el techo del autocarril, la vista de las montañas, del río color de azufre y la estación de Sibambe continúa siendo espectacular. Pensar que el país dependía de algo tan delgado y vulnerable a los derrumbes como este par de rieles me recuerda al oleoducto.
El domingo, una carretera pavimentada nos conduce por el páramo y las comunas hacia los lagos donde una hilera de carros aparcados rompe el encanto de la soledad de las montañas. Como el verbo lo indica, empieza a paramar mientras vamos a caballo hacia el lugar de reunión. El asunto no mejora cuando nos recibe una tarima con parlantes, kioscos de comida y la elección de alguna reina. Unos pocos cuvivíes habrán caído antes del alba y yo comprendo que me he atrasado 30 años a su encuentro.