“Vengo desde los pajonales del Chimborazo, roca dura soy, pero también chuquiragua, la flor de la ternura; recojo sueños de un pueblo olvidado”.
Pequeño, nervudo, piel atezada por el frío, adusto, olvidadizo –nunca halló fácilmente el pincel que buscaba–, pintó un firmamento plástico en el cual la belleza aflora en nacimiento perpetuo. Querencia y espontaneísmo. Pureza. Génesis de la vida, del amor y de la muerte en series extraídas de los arenales de Guamote, retazo de tierra abandonado de Dios, que en sus manos devino celebración de la inocencia.
Se llamaba Salvador Bacón (Guamote, Chimborazo, 1954-2020) y, a puro amor bizarro por su comarca, acarreó su arte por países lejanos: Malasia, Turquía, Irán… y por otros más cercanos: Estados Unidos, México, Cuba, Costa Rica…
Series pintadas con los colores de los Andes. Gentes, usos y costumbres, leyendas y rituales revoloteando en sus lienzos, Salvador alivió las heridas de su tierra, plasmando paisajes vivificados por fiestas populares, bandas de pueblo, figuras femeninas, danzantes, flores, aves, carnavales, amantes, duendes, diablos, unicornios; todo un mundo que alienta y conforta.
¿Naíf, costumbrista, neobarroco, kitch, primitivista? Basta internalizarse en su creación visual y embelesarse con los aromas que exhalan sus telas. Pintaba para reconquistar a la novia que lo abandonó. Sonreía Bacón, con algo de socarronería, traveseando con sus interlocutores mestizos.
Revelaciones, fantasías, iconografías de su terruño entrañable y de sus fisgoneos en el alma de otros pueblos andinos. Pintura telúrica, sintética, plástica, realista en su esencialidad, planimétrica en lo formal y en su horizonte.
En su fabulación el relato se aprieta en imágenes y en un surtidor de colores. A la multitud de recursos artísticos corresponde la unidad de la multiplicidad de ideaciones y resoluciones. Es la mortal tensión, iluminada por el rayo que desgarra la oscuridad del principio y del fin.