Años atrás esta columna señaló a los ataques terroristas del 11 de Septiembre de 2001, como el “punto de quiebre” que marcaría irreversiblemente el destino de los Estados Unidos. Cuando están por cumplirse diez años de ese infame episodio y se observan los múltiples problemas económicos y políticos que le acosan, uno no puede dejar de preguntarse si el plan de Osama Bin Laden iba más allá de destruir edificios y matar gente.
Luego de ganar la Guerra Fría contra el Socialismo de Siglo XX y vivir una de las etapas más prósperas de su historia, en el año 2001 los EE.UU. lucían como una superpotencia benigna que se disponía a propagar alrededor del mundo sus valores democráticos y el sistema capitalista. Su gobierno incluso había logrado transformar un persistente déficit fiscal en un superávit sin precedente, que le serviría de mucho para avanzar su agenda política internacional.
Pero el fatídico “11S” cambió radicalmente tan prometedor escenario. Los ataques de ese día dieron inicio a la “guerra contra el terrorismo” y propiciaron la polarización política que le permitió al presidente George W. Bush conservar el poder durante ocho años, justificar guerras en Irak y Afganistán, ejecutar recortes impositivos, endeudarse agresivamente y, en general, aplicar las políticas de dinero fácil y presupuestos ilimitados que arrastraron a los EE.UU. a la crisis financiera y fiscal por la que hoy atraviesa.
La crisis ha provocado una mayor polarización en la sociedad norteamericana e impulsando movimientos extremistas, que han gestado posiciones políticas irreconciliables y exacerbando los problemas económicos, tal como se pudo observar en el reciente conflicto político sobre el techo de la deuda gubernamental.
Lo ocurrido en los últimos diez años ha dañado significativamente la imagen internacional de los EE.UU. y a los valores que esa nación representa. Incluso los más estrafalarios personajes de la política mundial se permiten hoy cuestionar las virtudes de la “democracia occidental” y el sistema capitalista -como si las políticas gubernamentales de expansión monetaria y fiscal desenfrenadas tuvieran alguna relación con el Capitalismo-, mientras demandan un “nuevo orden mundial” y la implementación de un renovado “Socialismo” para el Siglo XXI.
Quizá el objetivo de Osama Bin Laden ese 11 de Septiembre no era solamente destruir edificios y asesinar a casi 3,000 personas. Su objetivo final bien pudo haber sido empujar a sus gobernantes a tomar algunas de las decisiones que llevarían a los EE.UU. -y eventualmente al resto del mundo occidental “infiel”- a la bancarrota económica y política que hoy enfrentan. Si ese era el plan, probablemente el infame terrorista debe estar sonriendo en su tumba al mirar cómo occidente continúa deslizándose hacia una crisis sin precedente gestada por sus acciones diez años atrás.