Los resultados de las elecciones de la semana pasada se pueden leer de distintas maneras. Los vencedores con votaciones significativas, que son tan solo un puñado, podrán tomar posesión de sus cargos respaldados por un capital electoral que los impulsará y sostendrá al menos al inicio de sus labores. En cambio los que resultaron favorecidos en la elección con porcentajes mínimos, empezarán sus funciones con la desventaja de una importante mayoría que, en un inicio, rechazará, desconfiará, dudará o se opondrá a ellos y a sus propuestas.
Por otro lado están los grandes perdedores del proceso electoral, responsables de haber antepuesto sus intereses personales, sus mezquinas ambiciones y sus egos a los candidatos que tenían posibilidades reales de disputar un cargo. Ellos son, sin duda, culpables de la enorme dispersión del voto que provocó pírricas victorias en buena parte de los que fueron elegidos. Qué le vamos a hacer, la democracia es así, en especial cuando prevalece en ella la inmadurez y la soberbia por encima del servicio público y del bien común.
En cualquier caso, la realidad es que en este proceso, además de la exorbitante cantidad de candidatos que contribuyó a diluir la votación entre los que tenían opciones reales y los que participaron por pura vanidad, tuvimos una vez más un elevado porcentaje de votos que respondieron al hastío y al rencor (o a las dos simultáneamente) de la población.
El hastío se reflejó de forma clara en ciudades o provincias en las que aparecían como candidatos los mismos de siempre, rostros desgastados, discursos repetidos de los que ya ocuparon alguna vez esos cargos y lo hicieron sin pena ni gloria, o, seguramente, con más penas, manchas y escándalos que obras, servicios y glorias. Hubo allí un voto rebelde, un voto que pedía cambiar el rumbo.
Pero también se repitió, igual que en recientes ocasiones, el voto del rencor, que está vinculado con la profunda división que dejó en el país el gobierno anterior. Una parte de ese electorado, que de forma consistente en los últimos tiempos se ha mantenido alrededor del veinte por ciento del total nacional, sigue apostando por aquel caudillo déspota y gritón que pateó el tablero político y que sigue manejando la agenda del país a pesar de ser un prófugo de la justicia (o quizás por esa misma razón, pues quienes le dan oído y le brindan espacio, terminan victimizándolo y girando siempre a su alrededor), y a pesar de que en su gobierno se cometieron los más grandes actos de corrupción de la historia del país.
El hastío y el rencor son señales claras y directas que envía la población cuando tiene oportunidad de hacerlo, ya sea a través de las urnas o de la insurrección. Da la impresión de que son muy pocos los políticos que están interpretando correctamente esas señales. Los demás se han visto superados por su ego, su codicia, su ceguera y esa manía de tentar a los sueños húmedos ante la sola idea de abrazar el poder.