Caminar al borde, a la orilla, o al margen de algo. Y en ese caminar, recoger, remover, repensar.
Estar a la orilla mirando o viviendo la vida, revelando la muerte a cada instante. Doy pasos lentamente y en silencio, sin escuchar mi propia respiración; así de sigilosa me atrevo a escudriñar las obras de Juana Córdova desplegadas en el Museo de Arte Moderno de Cuenca (abierta hasta el 28 de agosto). Y me olvido de ella, de su circunstancia de artista; esquivo el paso trazado regiamente por la curadora Pily Estrada. Y me dejo envolver por la delicadeza de su trabajo. Observo una geografía vital perfilada por pequeñas señas de playa recogidas en sus caminatas (conchas, algas, huesos); ahora inmortalizadas en pequeños discos acrílicos que indican numéricamente donde fueron hallados. Una permanencia. Volteo a mirar y mi ojo se deja envolver en la bruma de la playa, una gran ballena muerta en el ojo mismo de este huracán ficticio; la proyección revela su desaparición a picotazos, los buitres acechan su carne, las últimas olas de la tarde dejan sin huella lo que antes fuera un gran cuerpo palpitante. Una impermanencia.
Entro a su huerto privado poblado de plantas medicinales, curativas, curadoras. Hechas a fuerza de delicados alambres y papel blanco; un “hortus” cerrado suavemente dispuesto en un cuadro de arena. Vida, pero vida para mirarla, para advertirla calladamente. En otro lugar, negras plantas venenosas enfiladas en una pequeña habitación botica, anuncian la fragilidad de nuestras existencias. La misma fragilidad que siento en las alas de polilla atrapadas en una cortina de resina que titila frente al titilar de aleteos en la noche recogidas en otro de sus videos.
Fotografías de piedras en par sobre la arena neutra, replicadas a su costado por finas líneas recordando su temporal existencia en un sitio; suplantación de los huesos de una ballena armados a escala en papel, atrapadas en suave materia. Gigantescas semillas de aquellas que habitan el manglar penden del techo amenazantes, amenazadas. Y sigo mi caminata sintiendo la fragilidad de la vida, la fina línea entre vivir y morir. Y despierto de mis cavilaciones profundas ante un grupo de piezas en donde Córdova se mofa del consumo, de la mujer-objeto lista a dejarse comprar. Una corona para la Reinita de algún lugar hecha en base a semillas y caña; una hilera de senos de azúcar, de diferentes colores, que provocan. Fue un momento de ironía ante la vida, me dice charlando.
Coser y coser, lavar y limpiar, juntar y escoger, tejer y pegar. Delicadas manufacturas, laboriosamente construidas, laboriosamente aprehendidas por quienes tenemos la fortuna de compartir un cuerpo antológico de veras magnífico. De esta exposición sales abrumadoramente tocada; retumban zumbidos, brisas, vuelos, brochazos…
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