Vladimir Putin, sagaz continuador de los regímenes autoritarios rusos, fue reelegido con el masivo apoyo de un pueblo a la mayoría del cual no parece preocupar el irrespeto por los derechos humanos y ciudadanos y por la ley, satisfecho al parecer con que se le brinde seguridad y ese terrible sentido, que algunos pueblos han aprendido a necesitar, de su propia grandeza y su enorme poder.
Los violentos dramas en Siria, y entre Turquía y el pueblo kurdo continúan, sin aparente solución; y también los menos violentos pero tal vez más dramáticos del pueblo Rohingya en Myanmar, de Venezuela, de los migrantes africanos en el Mediterráneo, de las poblaciones sometidas de Corea del Norte y de Cuba, países gobernados por sátrapas a quienes sus pueblos se han sometido, hundidos en la desesperanza.
Para nosotros los liberales, cuyas ideas nacieron y se nutren aún hoy de la Ilustración, y que vemos con entusiasmo cómo las libertades humanas se han expandido en los último siglos, el actual no es un panorama halagador. Como preguntó hace algún tiempo el gran pensador canadiense Michael Ignatieff, “¿Están ganando los autoritarios?” Pudiera parecer que sí, que por el momento están viviendo una tras otra victoria.
Pero aún aceptando que hay motivos para el pesimismo, he llegado a la conclusión de que el espíritu con el cual debemos enfrentar estos continuados embates de los peores demonios que la humanidad lleva adentro –el irrespeto por los demás, la codicia, la prepotencia– no es solo cuestión de optimismo.
Recientemente se ha exhibido en los cines de Quito y del mundo una excelente película cuyo personaje central es Winston Churchill en sus “horas más oscuras”, cuando parecía inminente e inevitable la caída de Gran Bretaña frente a las hordas hitlerianas. ¿Habría sido razonable que, entonces, Churchill hubiese estado optimista? Pienso que no: lo que estuvo, y debemos estar nosotros ante muchas situaciones actuales, es decididos a no darnos por vencidos: es más tema de decisión, de convicción, de seguridad en nuestros valores y nuestras creencias, de mantener indomable el espíritu, no porque ya está claro el camino e sino no obstante el hecho que no lo está.
En una de sus más bellas obras, el gran poeta norteamericano Robert Frost narra uno de aquellos momentos en la vida de un hombre en los que puede resultar tentadora la idea de desistir del esfuerzo y darse uno por vencido. Pero no, dice el poeta. No se detiene porque “tiene promesas que cumplir, y mucho camino que andar”.
Tenemos promesas que cumplir que hemos hecho a nuestros hijos, a nuestros nietos, a todos los seres a quienes amamos y deseamos cuidar: promesas de paz y de bienestar que podrán ser alcanzadas solo si nos mantenemos fieles a la voluntad de intentarlo.