Hasta hace algunos años pensábamos en la tercera guerra mundial como el enfrentamiento entre Estados Unidos y la URSS con sus arsenales atómicos, que culminaría con la aniquilación de la mayoría de la humanidad. Felizmente este peligro fue evitado y desde los años noventa del siglo pasado ya no se vio como inminente. La vigencia de un mundo unipolar tenía al menos de bueno que ya no había el peligro de esa conflagración mundial.
Pero un nuevo conflicto global venía gestándose: lo que ahora vemos como el enfrentamiento entre el extremismo islámico con las potencias capitalistas de Occidente. No es la acción de grandes ejércitos, cohetes y bombas que pueden destruir buena parte de la tierra, sino una lucha de pequeños grupos bien entrenados y equipados de fanáticos que atacan por sorpresa sitios simbólicos de Occidente y matan indiscriminadamente civiles inocentes.
Las matanzas cometidas en algunas embajadas alrededor del mundo, en el derribamiento de las Torres Gemelas, en el ataque al ferrocarril en Madrid y ahora los sangrientos episodios de París, son terribles hechos de terrorismo que todos debemos condenar con energía. Pero sería un error, hasta una irresponsabilidad, pensar que solo se trata de una obra de dementes fanatizados que atacan por odio a la civilización. Ese fanatismo tiene una raíz que no se puede ocultar.
Años de presencia colonial en países pobres del Tercer Mundo, el reparto de sus recursos entre empresas capitalistas, el apoyo y complicidad de Estados Unidos y otros países al desalojo y la represión criminal de los israelíes a los palestinos, la invasión soviética y luego la de los estadunidenses y sus aliados a Afganistán, la toma de países y sus recursos petroleros, como Iraq, donde las armas de exterminio masivo no existieron, o Libia, convertida en espacio caótico de peleas tribales e intereses hidrocarburíferos. Actos muchos de estos apoyados por regímenes islámicos observantes y rabiosamente capitalistas.
A esas realidades se suman los conflictos de los descendientes de los migrantes en Europa y Estados Unidos, que se ven discriminados y hostigados, a veces por sus prácticas religiosas, aunque sería injusto no reconocer también que allí actúan peligrosas fuerzas fundamentalistas que los aíslan y desafían valores democráticos y derechos humanos.
Lo mencionado y mucho más ha sido el caldo de cultivo de una reacción que terminó por desatar la ola terrorista con todas sus peligros y complejidades. Al enfrentar esta realidad, el mundo debe considerar la integridad del problema y buscar una salida integral. La conciencia humanitaria que se ha levantado es una buena seña. Pero es evidente que la represión sin más no será una solución de largo plazo, sino un episodio más de lo que muchos ven cada vez más como la tercera guerra mundial.
Enrique Ayala Mora / eayala@elcomercio.org