Un amigo mío muy viajado reflexionaba acerca de ese culto hedonista de la vida que abruma a la sociedad contemporánea. El asunto no es de hoy. La aspiración a la felicidad es un deseo fundamental del ser humano. Hace muchos siglos Sócrates ya se planteó la cuestión de saber cómo alcanzar en la práctica tan alto objetivo. Y es aquí donde discreparon sus discípulos, pues el problema se encaminaba al campo de la ética.
Tanto los cínicos como los estoicos concluyeron que la enseñanza del maestro aludía a que el ser humano debía desprenderse de todo lujo material. Aristipo estuvo en desacuerdo, sostuvo que el objetivo de la vida humana debería ser conseguir el placer. “El mayor bien es el deseo” y “el mayor mal, el dolor”, dijo. El arte de vivir consistía, según él, en evitar lo más posible el dolor.
Años después, Epicuro amplió la doctrina de Aristipo en el sentido de que una acción placentera es deseable siempre que sus “efectos secundarios” no llegaran a perjudicarnos. A diferencia de los animales, los hombres tenemos la capacidad de evaluar la conveniencia de aceptar o no una incitación placentera. En otras palabras: yo puedo planificar mi vida, decidir acerca de lo que me beneficia o me perjudica. El placer de hoy puede llegar a ser el dolor de mañana. El placer, para Epicuro, reside en el mesurado disfrute de los sentidos, en los goces del espíritu (la amistad, la plática amena, la contemplación del arte); está en el regocijo que produce la práctica de virtudes tales como el autodominio, la moderación, el sosiego.
Con el tiempo y en el imaginario popular, esta prudente doctrina fue burdamente tergiversada y Epicuro pasó a ser el filósofo del desenfreno, de la búsqueda desaforada de los placeres sensuales. Ya en la antigüedad, Horacio, poeta y amigo del vino y la glotonería, cantor del “carpe diem” (disfruta el hoy, no te fíes del mañana) se confesaba un “puerco de la piara de Epicuro”.
La sociedad contemporánea vive una crisis moral propia de épocas de transición en las que triunfa un craso materialismo. Atrapado en un culto hedonista de la existencia, el hombre de hoy sobrevalora el instinto como un bien supremo. Lejos de los ideales de mesura que predicaba Epicuro, nuestra sociedad se orienta al desenfreno en su búsqueda del placer, la satisfacción inmediata del gusto, el consumo de todo lo que ofrece el mercado: compras, fiesta, trabajo, drogas, sexo, juegos, alcohol. Lo que cuenta es el presente, el futuro es un tiempo falaz que nos niega y nos dice: “aprovecha el ahora, el mañana aún no llega”.
Los frenos que antes imponían la moral, la religión y las costumbres se han ido relajando hasta pasar a ser caducos criterios del pasado. Aquello que se consideraba indebido, ahora se tolera y acepta como la marca de una civilización desinhibida y permisiva.