Odio a lo diferente
Definitivamente la violencia contra lo diferente está en alza. Nueva Zelanda era uno de los lugares más pacíficos y supuestamente alejados de esa mezcla fatal de nacionalismo y populismo que está causando en estragos en otros sitios del planeta, como Estados Unidos, Francia, Italia, Suecia y por supuesto, Rusia. Pero la conexión a las redes es global y muchas veces olvidamos que uno de los reflejos más primarios y peligrosos que tienen los seres humanos es algo denominado “sesgo intergrupal” o sesgo contra lo diferente.
Desde el 11 de septiembre de 2001 -tras el ataque terrorista contra el World Trade Center y el Pentágono- sicólogos políticos y sociales se han dedicado a investigar por qué miles de estadounidenses no sólo que rechazan, sino que tienen sentimientos de miedo y animadversión contra grupos que se identifican –o se ven- como musulmanes. El antisemitismo siempre fue uno de estos odios conocidos que sobrevivió casi dos milenios después de que empezó como una acusación religiosa colectiva sobre la crucifixión.
El asesinato masivo en la sinagoga de Pittsburgh demostró que ese mismo odio subyace. Hace ya casi una década, ese mismo análisis sicológico se trasladó a Europa, después de que la ola de refugiados de Medio Oriente, especialmente de Siria y Afganistán volvió radicalmente visibles a estas minorías en casi todo el continente. No olvidemos los crímenes en Francia contra el semanario Charlie Hebdó, en una mezcla de venganza y rechazo contra la tradición satírica del liberalismo agnóstico occidental. No me alcanzarían las páginas para citar los crímenes grandes y pequeños cometidos contra colectivos humanos unidos por raza, lugar de origen pero sobre todo por creencias religiosas distintas. Y la sicología tiene razón: tenemos una reacción refleja, inherente a rechazar lo diferente.
Seguimos normalizando epítetos discriminatorios que el mestizo ecuatoriano promedio lanza contra quien sólo tiene un color de piel menos claro que el suyo. Y aunque ustedes no lo crean los africanos desprecian a otros africanos por no tener el “color ébano adecuado”.
Sin embargo el detonante principal de la ola creciente de crímenes de odio es esencialmente político. Es la ola de líderes nacional-populistas en todo el mundo, desde Marine Le Pen, Donald Trump y sus ejército de seguidores de la derecha ultra hasta Fraser Anning en Australia, los que han revivido –otra vez- la idea de la supremacía blanca de que ésta “no debe ser reemplazada”, de que la inmigración de personas de color es un problema de supervivencia. Sus discursos y su política conecta demasiado rápido con individuos aislados, solitarios, agresores domésticos y generalmente con escasa educación. A menos que haya campañas educativas para aceptar la convivencia con sociedades crecientemente multiculturales y multirraciales, el mundo se ha volver un inhóspito lugar para vivir.