“Palabra:/ que seas…/ Celdilla de abeja:/ encierra/ la vida…/ Sé cuerno de caza:/ levanta/ los ciervos/ del alma…/ Exacta/ medida/ del mundo”, Jorge Carrera Andrade. ¿Cuándo se pronunció la primera palabra? Al principio fueron las voces de las aves y el viento. Por eso su eco palpita en las construcciones poéticas más antiguas y se habla de su fondo onomatopéyico. Música y plegaria. “Palabra ya sin mí, pero de mí,/ como el hueso postrero,/ anónimo y esbelto de mi cuerpo;/ sabrosa sal, diamante congelado de mi lágrima oscura”, Octavio Paz.
Ronda mi memoria la célebre película de 1968, de Stanley Kubrick, 2001, Odisea en el espacio, y su mensaje turbador: la humanidad no reside en un espíritu inmaterial, sino en la inteligencia, y las máquinas serán protagonistas de la historia en un futuro cercano. Nuestro tiempo es el de la revolución cibernética, la robótica, la inteligencia artificial, atisbos que aparecen ya en la Odisea de Kubrick. ¿Acaso asistimos al fin de la palabra como el símbolo de correspondencia humana más definidor?
Condensamos en una sola palabra todo el significado y la trascendencia que esta puede tener, expresar y exigir, en nuestros soliloquios (los términos que proferimos cuando estamos solos y creemos –aterrados– que hemos perdido el juicio), o en nuestros diálogos más íntimos que rezuman amor, palpitan tedio o mueren de olvido, o en las intimidaciones más decisivas que incitan el orgullo lacerado o que proyecta nuestra resolución irrevocable.
Los políticos –con escasas excepciones– son quienes más pervierten la palabra. Y lo hacen porque viven en la miseria cultural y el descaro absolutos. Las redes sociales se han convertido en su máquina de guerra, colosal depósito de residuos infectos. Con ejércitos de mercenarios digitales, un expresidente prófugo, egomaníaco y paranoico, echa mano de esa máquina, aniquilando la palabra al vaciarla de conceptos y valores, egregio representante de la pirotecnia verbal como es.