Putin y sus tropas queman el Museo de Historia Cultural de Ivankiv en la región de Kiev. No es cualquier museo; lo hacen como parte de los objetivos estratégicos a eliminar. Además de otras reliquias para los ucranianos, contiene una valiosa colección de la pintura naif de María Pryimachenko, conocida figura del arte. Antes de la quema, los ciudadanos jugándose sus propias vidas, han salvado este patrimonio de la voracidad bélica.
Desde la independencia de este país en 1991, y sobre todo a partir de la Reinvención de la Dignidad iniciada en el 2014, la proyección y crecimiento de la industria cultural ha sido enorme; sus ojos puestos en reforzar la identidad, renovar las instituciones culturales, crear redes entre artistas, sociedad civil, Estado y mecenas. El Instituto del Libro de Ucrania (2016), la Fundación Cultural de Ucrania (2017), han dado un impulso extraordinario para estos fines leídos por Putin como un objeto propagandístico (contra Rusia).
La intensa vida artística, la creación de museos en el 2000, la aparición de grandes artistas conceptualistas y colectivos que han integrado lecturas críticas a su propia historia, que han puesto a debate prácticas nocivas contra el ambiente, el género o lo digital, han sumado hasta resultar una amenaza para el vecino país y sus fantasías expansionistas. Yuri Andrujovich -autor de “Mi Europa”- habla del intenso proceso de Ucrania por integrarse a la “comunidad europea civilizada”.
El inédito procesamiento de archivos históricos, la participación de películas ucranianas en grandes festivales de cine o la traducción de libros abriendo al mundo sus propias historias y ficciones, en una palabra, han visibilizado su existencia, resultando en desafíos cuando las “justificaciones” de la cúpula del poder ruso se basan en comprobar su inexistencia como país. Pero la cultura es el signo palpable de su deseo por resistir y existir a pesar de la cruenta e innecesaria guerra para la mayoría que no creemos más en las razones de mantener un equilibrio geopolítico del poder.