Toda partida es un duelo. Arrancados de cuajo de su tierra y su aire, los migrantes sufren algo levemente menos que la muerte. Canje de todo lo que tuvieron por manotazos inútiles en la quimera del oro. “Bello es confiar y confiar/ en lo que no pudo ser”. El pasillo –catarsis y purificación– fue concebido por la Independencia y devino hermano de la República. Por sus arterias corre sangre de migrantes. Lo propio ocurre en otros géneros.
Durante la Colonia, en los salones de la aristocracia se bailaba música europea (valses, mazurcas, contradanzas, minuetos), mientras en los pueblos indígenas se festejaba con música andina de raigambre ancestral. De estas dos expresiones germinó la música nacional. No existe otro acople orquestal antiguo más relevante del mestizaje que las bandas. Desde los inicios del siglo XX suenan primero con aires marciales, luego con géneros musicales populares: albazos, danzantes, yaravíes, pasacalles, tonadas, y hasta llegan a interpretar en las procesiones música religiosa que conmocionaba el alma del vecindario.
Los marginales, migrantes del campo a las ciudades, se adhirieron al estilo rocolero, gracias al hechizo de J. J., mientras “Vasija de barro”, salido de la paleta de Guayasamín con versos de Carrera Andrade, Adoum, Hugo Alemán, Jaime Valencia y música de Gonzalo Benítez, seguirá siendo nuestro entrañable ‘himno nacional’.
Cierta música mestiza adolece de aberrante racismo: ¿ingenuidad u oscurantismo? Baste recordar el sanjuán “El pilahuín”, tan bailado y celebrado: “Pobre Pilahuín cargando costal,/ sumido en dolor llorando tu mal tendrás que vivir./… Es que mi patrón anaquito dio y se la llevó con él a vivir”. De una u otra manera, nuestra música es extensión y epítome de nuestra idiosincrasia (de nuestra identidad en ciernes). Derrota y regocijo. Desarraigo y tristeza. Adioses. Música para recordarnos que somos tiempo vivido. Esas huellas que hemos dejado muchas veces sin querer reconocerlas como nuestras.