Siempre me llamó la atención que a los vivos se les llame mortales. Una vez más he reparado en ello a raíz de la pandemia con su río desbordado de muerte. ¡Cuánto dolor disimulado a golpe de fiesta clandestina! La inconsciencia es una forma de defenderse frente a la tragedia y al dolor. Pero lo cierto es que el misterio de la muerte está ahí, en el centro de infinitos imaginarios culturales. El sentimiento trágico de la vida siempre estuvo marcado por la cercanía incomprensible de la muerte. Hasta que llegó la modernidad y, con ella, la ausencia de calor, de comunidad y de familia. ¿Se dan cuenta? El último tramo de la vida es un tiempo medicalizado, entubado y solitario, algo que el coronavirus ha dejado todavía más en evidencia.
A pesar de lo dura que resulta la experiencia de la muerte (la muerte propia y la de las personas amadas) puede que el hecho de nacer nos ayude a comprender qué significa morir. Ambas experiencias deberían de ser acompañadas.
Personalmente he tenido la suerte de ser obispo de Loja y de Riobamba, donde la experiencia de nacer y de morir es todavía un hecho fuertemente comunitario y el hospital o el velatorio se convierten en espacios privilegiados del compartir. Siempre recordaré mi primer día de difuntos en el cementerio de Sicalpa: los grupos familiares, las oraciones, las comidas, las lágrimas, los recuerdos siempre vivos, como quien mantiene en vilo la presencia siempre viva del difunto de generación en generación. Nadie puede aparcar el dolor, ponerlo del todo a un lado, pero no deja de ser un consuelo (y no digamos si el consuelo es iluminado por la fe) el hecho de vivir la muerte tan familiarmente.
Mi tía Tálida, experta en rituales funerarios, solía decir que a cada amiga que se le iba le hablaba de una amiga que se quedaba.
He gozado leyendo el sencillo comentario de Chiara Giaccardi en torno a las bellas palabras de San Francisco de Asís cuando hablaba de “nuestra hermana muerte corporal de la que ningún hombre vivo puede escapar”. Nacimiento y muerte son dos símbolos, dos momentos de una historia más grande, más llena de misterio y de esperanza, algo que Francisco supo encarar con enorme paz.
También yo lo he vivido con frecuencia acompañando a padres que han perdido al hijo y han renacido haciendo algo por los demás, por los infinitos hijos de la calle. Cuando todo parecía perdido, entró la luz por el pequeño resquicio de la puerta entreabierta. Jesús sabía de lo que hablaba: quien esté dispuesto a perder su vida la encontrará. Puede que mis palabras sean de poco consuelo para quienes han perdido tanto en este último tiempo, pero sería bueno que en medio del dolor estuviéramos atentos a los signos de vida, de solidaridad y de compasión que nos han ayudado a renacer, a confiar, a esperar. Ojalá que antes de la muerte Dios nos dé vida, capaz de iluminar nuestros pasos y nuestras despedidas.