Comprendo la indignación ante la pederastia. Yo mismo me siento indignado y dolido, sobre todo cuando el tema salpica a personas de Iglesia. Siento que las víctimas son más víctimas, precisamente por la traición vivida a manos de aquellos que tendrían que haber cuidado con especial mimo a los pequeños del mundo.
Y acepto con humildad las duras palabras de algunos de mis colegas que, como yo, semana tras semana, expresan su pensar y su sentir en las columnas de EL COMERCIO. Sin embargo, con frecuencia, echo de menos una visión de la Iglesia más desde dentro. Me quedo con la impresión de que el juicio se extiende a toda la vida eclesial. Pareciera que, de pronto, todo estuviera mal.
Salvada la claridad que se necesita para calificar y sancionar el delito, sería oportuno adentrarse en las razones que la Iglesia tiene cuando subraya el valor de la vida célibe. Más allá de juicios sociológicos, habría que profundizar el texto del evangelio de Mateo (19,12). “Hay eunucos que salieron así del vientre de su madre”. Entiendo que Jesús no se refiere sólo a los impotentes, sino también a hombres asexuados o con inclinaciones torcidas. Si no son aptos para el matrimonio tampoco lo son para el sacerdocio.
“A otros los hicieron eunucos los hombres”. Tampoco Jesús se refiere sólo a los castrados, sino también a aquellos a los que se les ha reprimido su instinto sexual. Y es que la castidad sólo puede ser un paso más en el camino de la madurez personal.
“Y hay quienes se hacen eunucos por el Reino de los cielos. El que pueda entender que entienda”. Jesús insiste en algo no tan obvio: sólo podemos ser célibes por amor y fidelidad al Reino, es decir, si somos capaces de orientar la vida en la dirección de la contemplación, de la oración y del servicio humilde a los más pobres. Ser activo (con mayor razón activista), protagonista o líder no es suficiente. La falta de autocrítica, a la luz del evangelio, ha sido causa de no pocos horrores (he dicho horrores, no errores).
He tenido la suerte de caminar de la mano de muchos sacerdotes (formadores, hermanos y amigos), envueltos en la misma fe y en la misma aventura. En ellos descubrí que Dios existía y que Jesús estaba vivo: en su alegría, en su sufrimiento y en su compromiso solidario. No eran perfectos, pero tenían el suficiente amor como para ser buenos curas y ayudarnos a los demás a ser buenas personas. Fue suficiente como para dar sentido a mi vida.
Ahora toca atravesar el desierto, acompañados por el llanto de las víctimas y por el dolor de los buenos. Sobre todas las cosas debe prevalecer la sanación de las víctimas, la justicia y la reparación. Y debe crecer la conciencia de que en el sacerdocio no hay lugar para los pederastas. La decisión de Francisco y de la inmensa mayoría de los obispos hace que la tolerancia cero sea irreversible. Nada cambiará en un día, pero la suerte está echada.