Imaginen llegar a casa después de un tremendo día de trabajo y no tener que conformarse con ver una aburrida cadena gubernamental; poder relajarse con la Mona Lisa, adormecerse viendo sus ojos inquietantes y notar sus indescifrables labios al despertar. Imaginen ser un simple trabajador de clase media y tener su salón sublimado con una obra maestra.
No se trata de un iluso sueño democrático, ni una utópica esperanza igualitaria, sino de una pesadilla artística. Es el centenario de “posiblemente” el robo más célebre de la historia. A partir de Agosto 1911, durante dos años, Vicenzo Peruggia disfrutó hasta el cansancio la imagen de La Gioconda.
En realidad fue una seudo pesadilla; aparentemente el criminal no tuvo la intención de desaparecer la obra sino de devolverla a su Italia natal. Y a pesar de la temporal zozobra, aquel crimen “al igual que muchos otros robos de arte” disparó el interés público por la obra, por su autor, etc. No pocos consideran que más que amenazarlo, aquel evento contribuyó al arte con una fantástica campaña publicitaria. Por lo que en este aniversario, antes que recordar anécdotas de pasadas sustracciones, es mejor recordar el crimen que es la pesadilla mayúscula del arte.
Según el FBI anualmente se comercializan 5 mil millones en obras de arte falsificadas. En contraste, el sonadísimo robo del 2010 del Museo de Arte Moderno de París apenas representa un 2%. Pero estos delitos tienen un efecto devastador sobre el mundo artístico. No hay publicidad positiva, el mensaje del autor se deforma, su estética se distorsiona y el valor de las piezas se difumina.
Lejos de ser un perjuicio únicamente sufrido por el artista, el público se ve gravemente afectado. Un amateur puede invertir sus ahorros en una obra esperando que ella le permita financiar su jubilación y luego de 40 años descubrir que se trataba de una obra falsa.
Puedo sentir el reproche de cientos de lectores que pensarán que la realidad del Ecuador es ajena a todo este tema. En marzo del 2010 la Fundación Guayasamín señaló que se recibían entre 15 y 20 denuncias al mes de obras falsificadas. Es decir, entre 180 y 240 pinturas se denuncian anualmente; proyectemos esas figuras algunos años, imaginemos cuantas obras falsas no han sido descubiertas o declaradas, y tendremos una mera idea del perjuicio que sufre nuestro patrimonio cultural. Esto es apenas una pequeña idea puesto que faltaría hacer el cálculo para el resto de nuestros artistas.
Si al llegar a casa después de un duro día de trabajo una obra falsa logra relajarlo, será apenas una chiripa lograda por un autor cuyo objetivo no era transmitir belleza, sino remedar. La falsificación constituye una verdadera amenaza para nuestra cultura y corresponde a los ciudadanos colaborar en su combate.