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Lengua, pueblo y nación

Don Miguel de Unamuno dijo alguna vez que cada idioma “lleva en sí una visión y una audición del universo mundo, una concepción de la vida y del destino humano, un arte, una filosofía y hasta una religión. La lengua es la raza del espíritu –reiteraba-, el sedimento vivo de la labor de la historia, tradición viva del pueblo. La lengua es la base de la continuidad, en espacio y tiempo, de los pueblos y es, a la vez, el alma de su alma. Es la sangre del espíritu, es el fundamento de la patria espiritual”.

Estas reflexiones del rector de Salamanca nos abren el camino a otras deliberaciones acerca de esa relación -apasionante, compleja-, que existe entre la lengua y el pueblo que la habla; entre nosotros y ese sedimento verbal y gestual que día a día lo repetimos o represamos y que nos llega, quien sabe de dónde, desde los ancestros, como la savia que viniendo de ocultas raíces da sabor al fruto y alegría a las flores.

Una de las señales que, desde antiguo, ha servido a los seres humanos para reconocerse como pertenecientes a un mismo grupo ha sido el hecho de que unos y otros hablen y se entiendan en una misma lengua, aquella que aprendieron en el regazo materno.

La singularidad cultural que se manifiesta en el reconocimiento de un “nosotros” parte de hechos objetivos entre los cuales está la lengua que habla una comunidad y cuya posesión marca distancias con otros grupos.

Herder teorizó acerca de esa necesidad manifiesta en todo ser humano de integrarse a un grupo, de complementarse formando parte de él, origen del “Volkgeist” y del “Nationalgeist”, el espíritu del pueblo, el espíritu de la nación; conceptos de los que gustaban discurrir los prusianos de finales del siglo XVIII.

Las experiencias históricas asimiladas a lo largo del tiempo, las lentas adaptaciones al medio, los conflictivos procesos de interrelación con otros pueblos, la forja de una tradición, de unos mitos, de una historia… todo esto va configurando, a través de los siglos, el perfil de un pueblo.

A su vez, todo pueblo guarda siempre una duplicada cognición de su permanencia en el tiempo; una es la conciencia de su persistencia histórica cuyos orígenes suelen confundirse con la más remota de las edades y otra es la de su proyección en el futuro, un destino de superación y realizaciones que se confiere a sí mismo justificando el presente.

El pueblo llega a ser así el sustento espiritual de la nación, pues esta es una invención posterior de carácter colectivo que se nutre justamente de los valores objetivos de aquel, lo que permite, según los casos, llegar a conformar una conciencia nacional.

Más allá de todo nacionalismo, la lengua que hablamos es el vínculo más objetivo y, a la vez, el más íntimo que nos devuelve la conciencia de pertenecer a un mismo pueblo. De ahí que Unamuno hablara de ella como la “sangre del espíritu”.