Los signos de los tiempos
Dicen que leer los signos de los tiempos fue en el pasado un privilegio de profetas. Nuestros días, sin embargo, no están dispuestos a admitir que sea necesaria una inspiración sobrenatural para penetrar en el sentido de los hechos que están configurando el tránsito desde la ruina de un proceso civilizatorio hasta el demorado comienzo del siguiente. Para hacerlo es necesario, no obstante, sacudirse de la modorra intelectual alimentada diariamente por la fiebre del consumo: así pueden caer las vendas de los ojos y es posible salir del cerco limitado de los problemas inmediatos. Es entonces cuando aparece el paisaje más triste de este mundo y empezamos a dudar de la excelencia pregonada de este ser excepcional que es el humano.
Digo esto porque me sobrecoge la indiferencia con que estamos mirando la tragedia de aquellos africanos que van a buscar la vida al otro lado de los mares, pero encuentran la muerte en medio de las aguas. Son hombres, mujeres, niños, y son de todas las edades. Han sido expulsados de sus tierras de origen por perversas dictaduras fundamentalistas, y lo han sido a causa de sus creencias religiosas. Cuando escapan a la muerte y llegan a otras costas, son recibidos con recelo. A veces, internados; otras veces, deportados. Son centenares, miles, y solo quieren libertad para creer en lo que creen, pero también trabajo, vivienda, alimento -lo más elemental de cuanto puede querer un ser humano-.
Pero ya hay voces en las altas esferas europeas que están reclamando endurecer las leyes migratorias. La soberbia Europa, que se creyó con derecho para imponer sus dogmas y cultura en todas partes, no puede admitir que sus propias sociedades sigan cambiando como ya han cambiado por la invasión silenciosa de tanta gente hambrienta. Y sin embargo, están allí. Su éxodo pone ya en duda la vigencia de los valores de sus propias naciones, y su presencia en medios extranjeros la pondrá en las sociedades que les han acogido con reservas. Más todavía: ponen ya en evidencia la caducidad de los valores de esa modernidad de la que tanto se ufanan los habitantes del mundo satisfecho.
¿Qué futuro está construyendo la humanidad de este presente que vivimos? No sé, no soy profeta; pero me parece ya indudable que tenía razón Rosa Luxemburgo al afirmar que al mundo occidental solo le queda una alternativa: revolución o barbarie. El siglo XX vio fracasar todos los intentos revolucionarios, y el que hemos comenzado a contar en el calendario no ha empezado todavía en la historia. El hecho cierto es que el capitalismo convertido en fuerza dominante y mundial nos ha llevado ya a la barbarie.
¿No es acaso barbarie la indiferencia con que miramos la tragedia africana? ¿No es barbarie el modelo de vida que nos proponen la propaganda y el mercado? ¿No es barbarie poder dormir tranquilos y acunados por la música de un mundo artificial que solo puede prosperar a costa de la destrucción de nuestro propio medio? Hagamos un alto, por favor: aprendamos a leer los signos de los tiempos.