Mi voto
Desde hace cerca de quince años la ley no me obliga a concurrir a las urnas. He concurrido, sin embargo, en todas las elecciones y consultas de estos años, y concurriré también el 24 de este mes porque no quiero sentirme excluido de la tortuosa vida de esta comunidad imaginaria que es el Ecuador. Pero lo haré sin entusiasmo porque tengo la impresión de que el proceso electoral ha descendido tanto de nivel, que se parece más a la alegre competencia de un bazar marroquí, donde el pregón simultáneo de los mercaderes llena el aire de alegres fantasías de colores.
No obstante, en esta ocasión he encontrado entre los más importantes candidatos a dos de mis antiguos alumnos para quienes tengo una gran estimación.
Aunque sus orientaciones parecen no ser exactamente iguales, tampoco son radicalmente opuestas. Lo que quizá podría separarles es una diferencia de matiz.
Tengo el mejor recuerdo de los dos: inteligentes, trabajadores, valientes y sobre todo honestos.
Ambos exhiben experiencia y tienen un pasado que les honra.
Si no fuera porque existe un candidato con quien encuentro más afinidad en las ideas, me gustaría que uno de los dos reciba mi voto, pero me costaría decidirme entre los dos. Y esa es todavía mi tarea pendiente.
Lo demás es deprimente. Sé que me enfrentaré a tres papeletas que, de acuerdo a Miguel Rivadeneira, están viciadas de ilegalidad. Sean o no sean ilegales, en las tres encontraré una serie de nombres que no me dicen nada. No tengo nada contra esas personas, pero tampoco tengo razones para creer sus vanas promesas de campaña.
Como el Consejo Electoral cree que los ciudadanos somos invariablemente ignaros, ha preparado para nosotros unos spots publicitarios en los que nos presenta los antecedentes y las ofertas de estos candidatos con tal concisión y brevedad, que son insuficientes para conocerlos. Para no votar al azar, anularé mi voto.
Porque hay otra razón para hacerlo, y es de fondo.
¿Cómo es posible que la participación popular haya sido burocratizada?
Para mí, la participación es otra cosa. Es la movilización campesina; es la expresión de los asambleístas cuando reproducen con su voz la voluntad de sus electores; es la manifestación callejera; es la página que escribo cada semana para esta columna; es la expresión de las cámaras de comerciantes o industriales; son las resoluciones de la asamblea del barrio; son las ideas de las personas entrevistadas por los medios; son las cartas de los lectores de todos los periódicos; es, en fin, la bullente vida de la sociedad que se expresa de mil maneras y en diversos lenguajes.
Haber sustituido estas formas de participación por un organismo del Estado, es una perversión, y sigue siéndolo por mucho que sus integrantes hayan sido escogidos en un proceso electoral. Anular mi voto será, en consecuencia, una forma de expresar mi opinión de que debe suprimirse de la Constitución este organismo que, si no es peligroso, es absurdo.