Maquiavélico es un adjetivo que, para no pocos, debe adjudicarse a Vladimir Putin, pero, a juzgar por lo que acaba de ocurrir, las circunstancias superaron al presidente de Rusia o, simplemente, nunca leyó a Maquiavelo.
Las armas mercenarias, dice el capítulo XII de El Príncipe, “son inútiles y peligrosas”; el Estado que se apoya en ellas nunca estará tranquilo ni seguro, porque un mercenario no se comporta lealmente con los hombres y tiene, como único interés, “una triste soldada”; no es alguien de quien podamos fiarnos porque, siendo incapaz produce la ruina y, si no lo es, solo aspira a su propia grandeza.
Ahora, cuando la Edad Media parece reinstalarse en varios lugares del planeta y los ejércitos mercenarios vuelven a ser protagonistas de las disputas políticas, conviene recordar a Maquiavelo para no acabar enredado con el Prigozhin de turno.
Un mercenario es alguien capaz de recurrir a la más animal de las costumbres humanas, la guerra, a cambio de un fajo de billetes. Para él, no es necesaria una evaluación moral sobre los fines y las consecuencias; basta con el rédito económico o, tal vez, el gusto de echar unos tiros. Para mi tonto pensamiento, solo las formas lo separan de cualquier sicario.
Pero esas formas pueden ser decisivas, porque juegan con la imagen, pregonan valentía y transmiten seguridad, algo que ilusiona a muchos y provoca delirios en quienes piensan con la entrepierna. Se muestran gallardos y parecen valientes (otra vez habla Maquiavelo), pero solo se aprovechan de los incautos y les abandonan cuando no pueden obtener ventajas.
¿Será aconsejable fiarse de los mercenarios? ¿Conviene entregarles el poder y confiarles nuestro futuro y nuestra seguridad? ¿Vale la pena hacerlo cuando buscan un poder político que puedan sumar a otros poderes que ya están en sus manos?
Antes de resolver conviene dejar de lado imágenes y propaganda y, si no se piensa releer a Maquiavelo, al menos vale la pena mirarse en el espejo de Putin.