Conocí a Xavier Mena hace algunas décadas, no recuerdo cuántas… Antes de que nos convirtiéramos en pasantes del mismo despacho jurídico, y por consiguiente en amigos y compañeros de trámites y desventuras burocráticas y judiciales, nos veíamos en la vieja facultad de derecho de la Universidad Católica, que estaba situada frente al mítico y recordado Bar Carrión, en el que coincidimos muchas veces en torno a la vieja rockola y a decenas de jabas de cerveza.
Mena siempre fue un ser de otro mundo. Bastaba verlo paseando por los jardines de la facultad con su bolso de cuero colgado al hombro o riendo con los amigos en los pasillos, para comprender que se trataba de una de esas personas de sangre ligera que, en cualquier momento, por la fuerza de la circunstancias, terminaba siendo un amigo querido. Quienes lo conocen coincidirán casi unánimemente en que es un ser humano excepcional.
Esa bondad innata, unida a la sensibilidad que siempre mostró por las personas más vulnerables, lo alejó del país hace muchos años. Desde entonces se convirtió en un ser errante que bien se involucraba con los indígenas más apartados de tierras bolivianas, como aparecía de pronto en alguna fotografía en medio de las recónditas selvas guatemaltecas hasta donde había llegado para apoyar a las víctimas de la guerra civil.
Este viajero empedernido, ciudadano de todas partes, defensor a ultranza de los derechos humanos, gran conversador y contador de historias, vuelve de vez en cuando a su país, pues nunca se ha ido del todo, y siempre tiene una historia nueva que contar. El problemas es que suele llegar de pronto sin avisar, como llegan y se van los buenos tiempos, pero a pesar de las premuras logra abrir un espacio a los amigos que gracias a sus testimonios conocemos culturas como las de los indígenas q’ekchi’s, o los tesoros de Petén, o las tragedias de esos pueblos que solo saben vivir en medio del dolor y la violencia.
La última vez que vino al Ecuador, me habló de su libro titulado ‘De Venezia a Xococ’, una colección de relatos íntimos sobre su vida en Guatemala.
Cuando lo conseguí, me tomé algunos meses para disfrutar cada uno de esos pasajes que a momentos parecían haber salido de alguna de las obras de los autores del realismo mágico latinoamericano, pero que en el fondo resultaban bellamente desoladores. En esos testimonios está condensada una buena parte de la vida de un hombre que ha recorrido por voluntad propia, con verdadera pasión y vocación de servicio, los senderos más tortuosos del continente profundo.
Mientras leía su libro y Mena describía a Xococ como “una de las aldeas más pobres de Guatemala, y por ende, del mundo”, lo imaginaba indignado, abrumado por el dolor; allí, en Xococ, tomando una pluma, describiendo todo deshecho en lágrimas, con la convicción de que esas palabras plasmadas en un papel tendrían la fuerza del conjuro más poderoso contra lo que había visto y lo que aún le quedaba por ver.