Algunos economistas decretaron la muerte del estado de derecho: “la realidad ha superado a la legalidad”. Así, sin ruborizarse, sin detenerse a pensar en sus implicaciones. Consideran que ciertas normas son inaplicables en las circunstancias actuales; en particular, del contexto se derivaba que se referían a las reglas que regulan el cumplimiento de obligaciones contractuales y, de forma específica, las laborales.
Este despropósito, la idea de matar al derecho, les pareció razonable a muchos y tuvo eco favorable inmediato en algunos sectores, estos no asumieron que declarar a una sociedad anómica (sin normas) pone en riesgo el objetivo que persiguen quienes hicieron la declaración: enfrentar razonablemente una crisis sin precedentes. Los mismos llamaron a la negociación y a los acuerdos, una invocación mesurada y razonable que entibiaba el sálvese quien pueda.
Las normas jurídicas pueden estar mejor o peor elaboradas desde una perspectiva técnica; ser más o menos de nuestro agrado, en tanto más cercanas o alejadas de nuestra convicciones y valoraciones; podemos considerar que facilitan o entorpecen nuestros planes y proyectos; podemos estimarlas más o menos correctas, pero todas tiene en común que se redactan en momentos distintos al de su aplicación, se escriben para un futuro que a fin de cuentas es incierto, se espera algún nivel de estabilidad y unas determinadas condiciones que no afecten de forma sensible lo planificado. Cuando las circunstancias cambian de forma tan significativa, como en estos días, existen instrumentos para buscar la mejor interpretación posible de esas reglas, siguiendo dos principios que no pueden ser soslayados: la interpretación que más favorezca a los derechos humanos y la primacía de la dignidad humana.
En condiciones excepcionales se debe buscar el acuerdo, pero estos deben ser reales, no imposiciones unilaterales; se deben proponer alternativas y consensuarlas para beneficio mutuo. Espero que muchos trabajadores, más allá de las voces insensatas que se niegan a mirar esa nueva realidad, aceptarán acuerdo para mantener el empleo; los acreedores aceptarán fórmulas de pago consistentes con una realidad económica difícil; los arrendadores serán sensibles ante la falta de recursos de los arrendatarios; y, las partes en los contratos aceptarán nuevas condiciones para su cumplimiento. No se trata de eliminar normas y contratos, debe buscarse la mejor interpretación en función del cambio de circunstancias, sin abandonar la legalidad y abrazar opciones peligrosas para todos, especialmente a los que tienen una posición más débil en todo tipo de relación.
Las circunstancias deben llevarnos a repensar un ordenamiento de paternalismo estatal adverso a la innovación, el emprendimiento y la iniciativa de cualquier tipo, todo parece reducirse a la idea de que el Estado proveerá. Aceptar la idea de que “la realidad ha superado a la legalidad” pone en riesgo los derechos de todos.