Vivimos bajo un sistema de gobierno que se parece mucho a aquellos esquemas matrimoniales disfuncionales propios de nuestra sociedad machista donde predomina un patriarca autoritario que impone la razón y la sinrazón por la fuerza.
Los integrantes del movimiento Alianza País se han convertido en esa triste, ciertamente patética y humillada figura -que provoca altas dosis de vergüenza ajena- de la esposa sumisa que todo lo acata, todo lo obedece, todo lo cumple porque es así como probablemente lo quería la voluntad de Dios. “Las cosas son así porque Dios quiere”, “Dios sabe cómo hace las cosas” y otros maromas emocionales y mentales para lidiar con situaciones nocivas y degradantes de maltrato al interior del hogar.
Peor aún, al igual que esos matrimonios que distorsionan el corazón mismo de lo que implica un relación de pareja saludable y bajo los parámetros de la normalidad y se admiten conductas abusivas y violentas de una de las partes aduciendo que el otro “marido propio es” y por tanto conlleva el derecho (en su más perversa versión) de abusar físicamente de la pareja, los y las asambleístas de Alianza País han hecho exactamente lo mismo.
Por defender lo que estaba en su conciencia y era su bandera de lucha por años (no olvidemos por ejemplo el clásico discurso de la asambleísta Alvarado, reclamando airadamente el retiro de los púlpitos de los procesos de elaboración de las leyes, y la citación de todos esos pasajes bíblicos que dejan a la figura femenina como una simple sombra que debe someterse a la total sumisión del esposo, y como la portadora final del pecado) han sido tildadas de traicioneras e incluso podrían ser destituidas si es que Correa, en su condición de patriarca del proceso verde, así lo decide en un año.
¿En dónde quedó su dignidad? Ya dejaron de ser las mujeres bravas de ayer para hoy ser simples corderos que siguen órdenes que en otros tiempos hubieran calificado como de reaccionarias y provenientes de los púlpitos que tanto detestan.
Paradójicamente tienen hasta al papa Francisco de su lado, cuando él mismo defiende al estado laico y afirma que “La convivencia pacífica entre las diferentes religiones se ve beneficiada por la laicidad del Estado, que, sin asumir como propia ninguna posición confesional, respeta y valora la presencia del factor religioso en la sociedad, favoreciendo sus expresiones concretas”.
Lo que hemos visto en estas semanas constituye una confirmación adicional -aún cuando ninguna era ya necesaria en este punto- de que este proceso tiene un gran patriarca intocable, conservador y furibundo que toma las decisiones de forma vertical. Éstas o se acatan del todo o el rey se enfurece y al fin y al cabo ¿quién en su sano juicio quisiera indisponerlo?