“No me preguntes, guitarra,/ Por qué está el alma llorando…/ Será que a veces los pájaros/ Suelen morirse cantando”. Flaco, albino, cabello rubio alborotado, ojos azul desvaído, mediana estatura, vestía overol y botas agrietadas; una palpable mansedumbre emanaba de su etérea presencia.
Una tarde nos invitó a su taller y, dada la empatía que se fundó con él, pronto se convirtió en punto de reunión. El maestro Ibarra nos recibía sonreído y pedía a su ayudante, un muchacho escurridizo apenas mayor que nosotros al que llamaba Cuerda, que nos atendiera. Un aplanchado recibíamos de sus manos polvorientas.
El aroma de las maderas nos embriagaba. Cedro, arce, caoba y ébano, nos enseñaba el maestro Ibarra, rubicundo y serio; los frascos de pegamentos para las tapas de las guitarras; su secreto para el secado de la madera: inventaba “climas” para el alma de las guitarras, los huesos de los puentes, los clavijeros, los cordajes…
El maestro Ibarra tomaba su guitarra y cantaba boleros con voz ronca como salida de una botella de aguardiente. Así el bolero se convirtió en compendio de nuestros sueños. Crecimos con su música y por mucho tiempo fue guía para refundirnos en esa zona brumosa donde los recuerdos habitan dormidos, manos que buscan los pasos perdidos, lutos y regocijos que vas dejando atrás.
Un día el taller del maestro Ibarra amaneció cerrado. Unos vecinos contaron que murió de pena, otros que se internó en un convento por mal de amores, otro, por fin, que se fue al norte para no volver. Extrañamos su bonhomía, sus lecciones sobre la vida desde sus guitarras.
Dejé de ver a los del grupo. Uno a uno fueron tomando su camino hasta disolverse como volutas de humo. Ahora que ha vuelto el maestro Ibarra, imagino a mis amigos, delante de una rocola, posando, orgullosos, para la fotografía que nos tomó el día que inauguró su Kodak. “¡Viva la cursilería impecable!”, gruñó el Gato.
Visos de tiempo infatigablemente trazado en la memoria del olvido.