Hasta ahora y gracias a Dios no me han encuestado, ni en persona ni por teléfono. Pero cuando me pregunten respecto de qué personaje me habría gustado conocer la respuesta será muy fácil: Ernest Hemingway. Estoy preparado.
Siempre me ha dado curiosidad el Hemingway que aparece en la portada de la edición española de sus cuentos -en 1959, dos años antes de que se volara los sesos de un escopetazo- con cierta extrañeza en la mirada, con un vaso de algo que no parece precisamente agua en la mano y con un ave de caza sobre la mesa: ¿un faisán?, ¿un pato? Lo menciono porque la foto recapitula, así creo, esa especie de dualidad que convirtió a este escritor, en sí mismo, en un personaje novelesco: el tipo de acción y el tipo cerebral, el tipo físico y el gran prosista que se sentaba durante horas delante de su máquina de escribir, al mismo tiempo aficionado a los toros que novelista de excelencia, chofer de ambulancia en la Primera Guerra Mundial y Premio Nobel, cazador de verdad y uno de los grandes estilistas del idioma inglés. Sobre esto último, con su modo escueto, carente de pompas y circunstancias, desprovisto de circunloquios y de cualquier exceso, Hemingway suena bien hasta en las traducciones, conserva su carácter afilado: “El hombre se recostó y se quedó un rato callado, y miró hacia el tembloroso calor de la planicie que había en la linde de la maleza. Unas cuantas gacelas se recortaban diminutas y blancas contra el amarillo, y a lo lejos vio una manada de cebras, blancas contra el verde de la maleza”. (Las Nieves del Kilimanjaro). El tembloroso calor de la planicie. Unas cuantas, solo unas cuantas, gacelas.
Deleite de cualquier biógrafo, Hemingway tenía una especial gracia para las mujeres: se enamoró de una enfermera de la Cruz Roja mientras se recuperaba de sus heridas de guerra en Italia. La enfermera, sin embargo, le anunció que se iba a casar con un oficial italiano. De este hecho decepcionante parten las teorías que lo caracterizan de inestable y tenorio. ¿Y qué me dicen del Hemingway de la Guerra Civil española o del que estuvo presente en el desembarco de Normandía? ¿Y del Hemingway que se acoderaba en el bar de La Habana a tomar un mojito con la misma soltura que podía tomar una copa en la barra del hotel Ritz de París? ¿O de sus juergas con el mismísimo James Joyce? ¿O del Hemingway que, tras leer el ‘Gran Gatsby’ decidió que lo suyo era la novela? ¿O del Hemingway que se dedicaba con la misma pasión a la pesca de alta mar que al safari? Así, la fascinación con Hemingway está en la riqueza de sus por lo menos dos dimensiones, en la verdadera pluralidad del personaje que él mismo creó.