A Simón Bolívar no se le escapó la naturaleza paradójica de este Continente por cuya libertad combatía. Tratar de dilucidar el lugar que a la América Hispana le correspondía entre los pueblos del mundo equivalía a descifrar un universo en el que pocas certezas titilaban. En 1819 afirmó: “Es imposible asignar con propiedad a qué familia humana pertenecemos”. En 1947, el escritor Leopoldo Benítez Vinueza corroboró esta idea cuando dijo: “El Ecuador es un pueblo que por cien años anda en busca de su destino… Es un país en nebulosa que busca todavía sus núcleos condensadores”.
Cada generación ha buscado, un tanto a ciegas, aferrarse a “núcleos condensadores” que orienten la trayectoria de este país. Son esas grandes causas que siempre nos inspiraron, las que consolidan al Ecuador, las que auspician el conocimiento y la estima de lo que somos, las que apuntalan el imaginario colectivo de una nación como un destino presentido, las que enriquecen la cultura, la nuestra, en la pluralidad de sus cosmovisiones.
Todo esto es verdad. Y es verdad también que frente a este impulso aglutinador que busca afianzar ese gran proyecto histórico de carácter republicano y democrático que es el Ecuador surge, cada cierto tiempo, un enjambre oscuro de fuerzas aberrantes que buscan desmantelar los magros logros que, con esfuerzo, ha levantado el país en favor de la coherencia y el progreso. En 1880, Juan Montalvo tenía la misma visión al comprobar que el juego del poder se reducía a un relevo entre dictadores, un tirano era destronado por otro aún más bárbaro e incivil: “La civilización –decía- es para nosotros el peñón de Sísifo… La labor de los buenos es destruida por los inicuos: por un civilizador comparecen diez bárbaros que desbaratan sus obras: este es el modo” (Catilinaria VI).
Hoy como ayer los gritos de la horda siguen resonando. Son aquellos que promueven la desintegración de la República, los que instituyen un poder autoritario y personalista al estilo de Chávez y Maduro, los que tergiversan el espíritu de las leyes para perpetuarse en el mando, los que defienden la aberrante idea de la “reelección indefinida” como máxima expresión de la democracia (¡qué cinismo!), los que derogan el sentido común, los que erigen tribunales para controlar el pensamiento, los que pactan con el delincuente y predican “revoluciones” para despertar odios, los que restauran doctrinas fracasadas y hacen del parlamento un rebaño de sumisos donde la voz de la razón ha sido sustituida por el unánime coro de los necios. No cabe duda, al diablo se lo conoce por sus secuaces. Nada bueno obtendremos de ellos.
Cuando estamos próximos a celebrar los 200 años de la República, a los ecuatorianos nos agobia la misma perplejidad que, en su momento, experimentaron nuestros libertadores y profetas.