En nuestra cultura es común creer que el amor, sobre todo el romántico, es algo natural que nace con las personas, como la respiración, pero uno de los encantos de la historia es ayudarnos a entender que aquello que naturalizamos es, en realidad, una creación humana.
Este es el caso del amor, el profano y el místico, que de acuerdo a las investigaciones de Georges Duby y Michelle Perrot, se creó en la Europa del siglo XII, una vez que se fue perdiendo la brutalidad de las etapas previas, la nobleza empezó a adquirir formas de vida más sutiles y se planteó el dilema de cómo facilitar la unión física de hombres y mujeres sin perturbar el nuevo orden.
Se trataba de resolver un problema económico, vinculado con la herencia y la posible fragmentación del patriminio familiar, así como también cultural, relacionado con la forma en que podían eliminarse las prácticas comunes de la poligamia y el incesto.
En esos momentos, la Iglesia católica se esforzaba por profundizar la cristianización de la clase dominante y uno de los mecanismos de regulación social fue declarar al matrimonio uno de los siete sacramentos y prohibir la disolución de la unión conyugal.
De ahí que la institución matrimonial sea un acto regulado, oficializado, controlado y codificado, con un armazón de ritos que socializan y legalizan un acto privado, cuya función social de trazar las fronteras entre la norma y la marginalidad, lo lícito y lo ilícito, lo puro y lo impuro.
De la sublimación de la institución social del matrimonio como unión indisoluble proviene el relato del amor romántico, que tiene como marco una conyugalidad cerrada y sacralizada, ligada al consentimiento de los esposos; aunque la posibilidad de elegir fue más nominal que real durante varios siglos, constituyó el germen delreconocimiento de la autonomía de hombres y mujeres en la elección de pareja, más allá de las conveniencias económicas, y la creación de nuevos criterios de selección,como la belleza y la atracción.