Impunidad sobre ruedas

Uno de nuestros males nacionales, causa, a su vez, de muchos otros males, es la impunidad. Impune es el que queda sin castigo, sin sanción o a la deriva, con esa bárbara sensación de que todo es posible, pues todo queda diluido en el mundo de la indiferencia. Pongo por caso el tema del tránsito vehicular, tan cotidiano y tan feroz.

Aparcar donde a uno le dé la regalada gana, no usar nunca los indicadores, ir a exceso de velocidad, serenos, entonados o ebrios, adelantar en curva o invadir carril, mantener la luz larga de frente o por detrás y, ante cualquier queja o reproche por justo que sea, acordarse de tu santa madre… pertenece al mundo de lo imposible siempre posible en nuestro medio. Para consuelo de afligidos, ya llegamos a los dos mil muertos al año, una cantidad nada despreciable, en un país de catorce millones de habitantes. La crónica roja de los accidentes de tráfico pone a cualquiera los pelos de punta. Para más inri nos hemos ido acostumbrando a ver imágenes terribles por la fuerza de la inercia y de la rutina.

Constituciones, códigos y reglamentos recogen los más hermosos planteamientos y palabras, pero la conciencia, la cultura y el cumplimiento de la ley brillan por su ausencia. En el fondo del problema está la maldita impunidad que se va pegando a la piel como una especie de subcultura caprichosa y dominante. Ay, gobierno, algo habrá que hacer antes de que las carreteras nos engullan, tal como Saturno devoraba a sus hijos. Lo peor es que la impunidad va de la mano del silencio y de la indiferencia, eso sí, hasta que a mí no me toque… Mientras tanto, nos pasamos la vida enterrando muertos y derramando lágrimas, mientras dejamos en el olvido puro y duro a miles de heridos y de familias traumadas para siempre.

Necesitamos educación vial, campañas de concientización, respeto al sufrido vecino obligado a manejar a la defensiva, agentes que estén en su sitio y hagan cumplir la ley, sanciones ejemplares y, en definitiva, abrir la mente y el corazón a una sensibilidad que nos ayude a todos a sobrevivir.

Mi tía Tálida, la economista de la familia, solía decir: “Hijito, ahorra, que todo cuesta”. Quizá el gobierno tendría que usar un presupuesto mayor para esta causa. No sería un dinero perdido. Perdidos estamos todos si no nos tomamos en serio nuestra forma de manejar y nuestra responsabilidades personales y sociales. Llegados a este punto, habría también que invocar la compasión. El daño que causamos es demasiado y el precio a pagar por una sociedad inerte es excesivo. Pero, lo peor, es que nadie aprende en cabeza ajena y que cada uno sólo se convierte, a golpe de indiferencia, en espectador del desastre ajeno.

Por razones pastorales, me toca estar en la carretera casi a diario y siempre, entre indignado y harto, me pregunto cuándo acabará esta sangría. Hagan algo. Pero, ya.