Columnista invitado
Desolador. El culto a la imitación nos envuelve en estos días. No obstante se trata de una vieja costumbre. Y aunque parezca insólito, aumentan los consumidores de apariencias. Se paga para tener lo que “no es”. Como si fuera natural. Los ejemplos abundan. Y pasan desapercibidos.
Sin embargo, la imitación no es tan simple. Es vital en los primeros aprendizajes de los niños. En un momento es su forma predominante de aprender. La observación es la fuente y el modelo el espejo. Los chicos aprenden de todo: sobre comidas, movimiento, expresiones, riesgos. Estas experiencias han evitado más de una tragedia. Y han ahorrado tiempo histórico, al no partir de cero cada vez.
Pero ojo. No solo se aprenden cosas prácticas. Se interiorizan actitudes y valores, normas sociales. Se aprende la solidaridad, la transparencia. O la mentira, el acoplamiento, el trato humillante, el temor a amar de frente. La imitación desarrolla capacidades de observación, retención, reproducción. Y, casi siempre, estímulos y premios. Que la apuntalan. Que la reproducen. El imitador se forja con sudor y palmadas en los hombros.
Aquí viene un primer quiebre. El aprendizaje por imitación es provechoso muchas veces. Sin embargo, su potencia debería caer para dar paso a la maravilla de la originalidad, el enriquecimiento de lo existente, la innovación creativa, las pequeñas subversiones. En este tránsito es preciso ser conscientes del papel de modelo que jugamos como adultos. Y propiciar otros aprendizajes. Como el aprendizaje activo, por ejemplo, aquel que se alcanza con acciones. O el aprendizaje con esfuerzo de la razón.
Un segundo quiebre refiere al aprendizaje social, por fuera del aula, pero de gran influencia. La conversión de la imitación en valor colectivo sigue vigente. Y se aplaude al que imita.
Y se premia al que mejor se disfraza y escondiendo lo propio, lo desvalora. Irónico y peligroso para la formación. Con doble impacto: imitación a los imitadores en cadena sin fin y ausencia de incentivos para los originales.
Imitación, simulación, obsesión por negarse, aspiración por parecerse. Algunas veces son ejercicios subterráneos, sutiles. Otras, prácticas abiertas. Imitar para triunfar, parece la fórmula del éxito. Dejar de ser uno, para duplicar al otro en uno mismo. Y sucede en las pasarelas, en programas audiovisuales, deporte, discursos, tesis, símbolos. Parece que por ahora, la autenticidad se bate en retirada.
Las reflexiones y quiebres, no invalidan sanas prácticas de aprender de otros, de recuperar experiencias, de no inventarlo todo cada vez. Pero eso, es otra cosa… Es hora de poner freno a este culto por la imitación. Caso contrario, terminaremos con nuestra identidad individual y colectiva hecho jirones. Terminaremos imitando hasta la forma de expresar nuestros afectos. Para volverlos de telenovela.