Hace años escribí un libro sobre el dolor y la compasión. El subtítulo era un grito “desde el fondo de la quebrada”. Trataba de expresar la durísima experiencia de José David, secuestrado, asesinado y arrojado a los infiernos de este mundo. Más allá del dolor humano y de la desesperación del trágico momento, afloraban la compasión y la necesidad de recuperar la fe probada por tan grande sufrimiento.
Hoy, nuevamente, la quebrada se vuelve un lugar maldito. Una docena más o menos (los heridos engrosan la cifra) de alumnos de la Escuela Politécnica del Chimborazo, de regreso de una excursión al Altar, encontraron la muerte en una curva del camino. La fotografía de EL COMERCIO deja en evidencia el rigor del accidente. Consumidores como somos de imágenes y crónicas de todos los colores, vamos dejando atrás las malas noticias, inmersos en el espejismo de que aquí no pasa nada y de que el futuro siempre será mejor y redimirá nuestras penas.
Y, sin embargo, las quebradas se van llenando de cadáveres, de sueños rotos y de lágrimas. Las cifras ya apenas nos dicen nada, pero, cada año, son miles los ecuatorianos que dejan la vida ladera abajo. Son personas con nombres y apellidos, con familia y con historia… Al respecto, hay una responsabilidad personal, social y política que nadie debería eludir.
Cuando uno lee las crónicas de tanto desastre, más allá del caso que nos ocupa, se encuentra con la compleja realidad de nuestras carencias y límites: malas carreteras, curvas de la muerte, buses desvencijados, choferes irresponsables, deslaves y huecos… E, incluso muchas veces, alcohol de por medio. Juzgar cada caso es difícil, pero la frecuencia de los accidentes, la gravedad de tanto siniestro, tendría que encender la luz roja de la conciencia y de la pública administración.
Con enorme pena presidí el funeral de los estudiantes fallecidos. No es fácil en esos momentos decir una palabra acertada, comedida, tierna… A pesar de ello, intenté abrazar con las palabras el dolor de los familiares y recordar a todos que, en vida y en muerte, estamos en los brazos de Dios.
El mundo que construimos no es perfecto y, quizá, nunca lo sea. Toca mirar al cielo y confiar en Dios, pero no sólo. El mundo que Dios puso en nuestras manos nos reclama una responsabilidad mayor y un compromiso claro a favor de la vida. De aquí la necesaria referencia a una fe comprometida con la historia y con la realidad humana, capaz de consolarnos pero también de darnos nuevas fuerzas para seguir luchando… Algún día descubriremos que en el fondo de la quebrada, allí donde el dolor humano se condensa, también puede florecer la esperanza. Pero no será posible sin fe y sin esfuerzo.
No sé si resulta un tanto iconoclasta en este medio, pero me atrevería a pedir una oración por los muertos y por los vivos, por todos los que en estos días hemos llorado la pérdida de los muchachos. Necesitados de aliento estamos.