¿Quién no ha escuchado la leyenda del doctor Fausto, diletante medieval que firma un pacto con el demonio pagándole con su alma los placeres terrenales que éste se compromete a proporcionarle? Goza Fausto de una vida febril y alcanza los conocimientos más extraordinarios pero, al aproximarse el ineludible plazo, cae víctima de angustia y depresión porque, viéndose lejos de Dios, anticipa su condena en las profundidades de la desesperanza.
La antigua leyenda dio lugar a un libro de Marlowe, atribuido por muchos al propio Shakespeare. Goethe retomó la idea y escribió la más metafísica interpretación del doctor Fausto, quien perseguía el conocimiento mas que el poder. Thomas Mann, en el siglo pasado, escribió una genial novela en la que reproduce, en clave de misteriosa música, la trágica historia del redimido por la locura.
En nuestro Ecuador hemos tenido también un Fausto que ha vendido su alma al demonio, no para adquirir ciencia sino para ampliar su poder y ejercerlo a su antojo. Cumplido el plazo, perdió el poder y perdió su alma y deambula ahora, arrugado y furioso, exasperado, sin atinar a tranquilizar su espíritu. No está redimido por el arrepentimiento, como lo estuviera el doctor Fausto, sino aterrado porque, carente de poder, ve en todas partes enemigos y conspiraciones, los persigue con el odio esculpido en su rostro y los denigra con su mentirosa palabra demagógica. Y arrugado como un escorpión viejo, promete por enésima vez inyectarse su propio veneno si alguien llega a descubrirle culpable de incorrección alguna. Asusta, en efecto, esta conducta cínica que irroga ofensa a la virtud y pone al descubierto los extremos indescriptibles a los que puede llevar la carencia de empatía, virtud elemental que permite mirar a los demás como iguales y sentir como ellos.
Fausto fue tentado por el deseo de descubrir los secretos del mundo: el ecuatoriano creyó poseer la omnisciencia. Sin embargo, enfrentado ahora por la justicia, se niega a sí mismo y dice ignorar lo que antes dirigía. El Fausto de Marlowe aspira a llenarse de goces mientras el de Goethe busca la infinitud de lo maravilloso. La idea del amor -Helena o Margarita- los redime. El ecuatoriano ambiciona el poder y desconoce el amor al prójimo.
Fruncida la estrecha frente, desorbitados los rojos ojos, abierta hasta el grito la insultante boca, agitando las ambiciosas manos opresoras y esbozando después una cínica sonrisa que convierte en aceptable a la instintiva de las buenas hienas, nuestro Fausto sigue hablando desde la pantalla que Putín le presta y, rechazando el carácter salutario del arrepentimiento, degüella cabezas y entierra honras ajenas mientras su omnisciencia se pierde entre los meandros de sus entuertos y las “traiciones” de sus 40 compinches de las cuevas de Alí Babá.