Puede parecer que, en el contexto actual, es inútil reiterar la función de una Constitución como documento jurídico que contiene las reglas básicas de la sociedad política, elaborada a partir del reconocimiento de que existe en su seno una pluralidad de miradas, perspectivas e intereses que deben convivir. Este marco común se parece mucho al rayado de un campo de fútbol y a sus reglas; dentro de ese espacio y condiciones los jugadores pueden desplegar sus esfuerzos y estrategias para defender a su equipo, siempre que sus acciones respeten las normas establecidas y sean consideradas legítimas por la naturaleza misma del juego. Esas reglas permiten castigar todo comportamiento abusivo o tramposo, impidiendo –o al menos tratando de impedir- que algún equipo o jugador obtenga una ventaja ilegítima. En ese marco, el juego puede expresarse de diferentes formas. Existirán aquellos que les guste una acción colectiva sobre la individual, lo estratégico sobre el talento, lo físico sobre la habilidad; muchos defenderán un juego basado en las destrezas individuales, en la capacidad de unos pocos jugadores para cambiar el resultado o de la acción colectiva como un medio adecuado.
Todos los que ejercen autoridad tienen un margen para tomar decisiones, para aprobar normas, para organizar el juego; tienen el poder para aprobar reglas específicas, implementarlas y juzgar los hechos que se den en cada partido concreto. Los límites de su autoridad se encuentran marcados por reglas generales y por el tipo de juego llamado fútbol, que recibe ese nombre porque cumple ciertas condiciones para ser llamado así; por ello no podrían las autoridades, o los jugadores por mayoría, aprobar que se disputen partidos con 40 jugadores en cancha, que se admitan goles con la mano o se impida participar a los jugadores muy hábiles, muy grandes o muy pequeños; que se extienda la duración de un partido hasta que alguno de los equipos alcance un resultado o que se lo cambie luego de terminado. Aclaro: podrían tomarse esas decisiones; sin embargo, ya no podría llamarse fútbol, seguramente a partir de ese momento debería renombrárselo o admitir que es una variante emparentada, pero que no es lo mismo.
La Constitución del 2008 (sin importar los desacuerdos sobre algunos de sus contenidos) estableció condiciones para nuestra convivencia política, se la aprobó mediante referéndum para darle legitimidad democrática; pero en estos años el partido en el poder ha ido cambiando las reglas o las han aplicado de forma tal que sus intereses y perspectivas se han favorecido y fortalecido; algo que ha sido avalado y justificado por quienes estaban llamados a limitar esos excesos. Cuando se aprueben las enmiendas constitucionales, sin importar la apariencia de legalidad que estas tengan, deberíamos buscar una nueva forma de llamar a este “juego”, porque cada vez se parece menos al “estado constitucional de derechos y de justicia, social, democrático” configurado en el 2008 y se parece más a una autocracia disfrazada de democracia.