España está ante el riesgo de una nueva confrontación tal vez tan violenta como la Guerra Civil. La declaración de independencia por la Generalitat de Cataluña y la respuesta del Senado y el Gobierno españoles han colocado a ambos bandos en un camino que puede llevar a que quieran medir fuerzas, y a que tanques de guerra españoles recorran las calles de Barcelona.
La identidad étnica y lingüística de los catalanes está anidada dentro de otra más amplia, que es la española, y ésta a su vez dentro de la europea, y esa dentro de dos que nos son comunes a todos -la de seres humanos y la de terrícolas. Me parece mucho más coherente con el movimiento de la historia reducir y no profundizar las tendencias separatistas, aislacionistas, excluyentes de “otros”, que sustentan a los etnicismos y los nacionalismos, y que están basadas en el atávico pensamiento de “nosotros versus ellos”. Prefiero identificarme como terrícola y como ser humano, sin distinciones de ningún tipo frente a cualquier otro terrícola humano. No le veo propósito válido al deseo de afirmar y mantener una “identidad grupal” que excluye a y llega con facilidad a ser hostil con “los otros”. Al contrario, creo que ese deseo de “identidad” está en la raíz de muchas de las peores desgracias que ha sufrido la humanidad, entre católicos y protestantes, en el holocausto armenio en Turquía, en el holocausto judío bajo los nazis, con las atrocidades que se cometen en nuestros días a nombre del Islam.
Dicho esto, acepto el derecho de catalanes, kurdos, rohingyas y todo otro grupo de identidad en el mundo a querer conservar su sentido de identidad grupal y a vivir libres de maltrato y de exterminio. La aspiración a una identidad grupal no deja de ser su derecho por el hecho que yo no le vea propósito sano.
Lo que no es razonable, a mi juicio, es que la afirmación de identidad y la consecuente búsqueda de mayor autonomía se haga por la vía de la confrontación, y no por la vía de la negociación que intenta convencer con razones. Pudiera tener más sentido que Cataluña se separe de España, como lo tuvo en su momento el que se dividan checos y eslovacos, poniendo fin a Checoslovaquia. Pero no como Puigdemont y sus seguidores han pretendido lograrlo, tirando de la cuerda para ponerla cada vez más tirante, y con la aprobación de menos del cuarenta por ciento del electorado catalán.
Bien dice Michael Ignatieff que uno de los peores pecados que pueden cometer los políticos es el de colocar a una persona ante la disyuntiva de tener que escoger entre una y otra parte de su identidad, que equivale a dividirse en dos. Y ese pecado capital lo han cometido, a mi juicio, los independentistas catalanes liderados por Carles Puigdemont.
Volvemos una vez más a la voluntad de imponer, antes que de convencer y de conciliar.