Las autoridades de salud de muchos países consideraron que el decrecimiento del número de casos de COVID-19, auguraba la desaparición definitiva de esta virosis. Se investigó profusamente, se elaboraron vacunas que disminuyeron la letalidad de la pandemia, se recurrió a nuevos tratamientos y, pese a ello, con frustración, atestiguamos el resurgimiento de brotes infecciosos, tanto de COVID-19, cuanto de influenza o del virus sincitial respiratorio. Se avizora un futuro difícil, pero controlable y menos nocivo del que se preveía al inicio de la pandemia.
Por otro lado, en el país, hay un desastre institucional, ocasionado por un virus que sobrevive desde mucho tiempo atrás: la corrupción, que ha mutado en los últimos 14 años y ha captado inmenso poder destructivo e incontrolable al desmoronar la justicia con pactos con el narcotráfico, con el crimen organizado y con el lavado de dinero. Esta afección ha encontrado caldos de cultivo en grupos legislativos que han orientado su accionar en el afán de conseguir, a cualquier precio, la inmunidad de las acciones dolosas y de enriquecimiento ilícito de sus líderes y compañeros.
En esta enfermedad, carente de ética, brotan conceptos patéticos: “ narcogenerales, narco justicia, narco política, jueces contaminados”
La acción de protección, que es una figura jurídica establecida en la ley para resguardar a sectores y a personas vulnerables, se ha vuelto herramienta utilizada por magistrados corruptos, para liberar a sujetos sentenciados. Muchos jueces tuercen la norma para dar libertad a los cabecillas, sin exigirles la reposición del dinero que hurtaron, por lo general son jueces de jurisdicciones lejanas que no tienen experiencia en ninguna materia especializada ( no cualquier juez puede dar protección constitucional y eliminar sanciones para sacar a delincuentes de la cárcel violentando la ley).
Urge contar con jueces probos, valientes y conocedores del derecho. El país debe expulsar a los profesionales de alquiler.