La libertad de expresión está comprometida. La nueva mayoría de la Asamblea Nacional dejó el jueves último bien clara su posición: tomar el control de la Legislatura y, con ello, retomar la agenda de limitar el libre flujo de ideas y de información para ejercer control político.
Como si se tratara de un partido de fútbol, los artífices de la nueva mayoría parlamentaria celebraron la votación con la que se impuso un informe en el que se atenta nuevamente contra los principios de la democracia: la no injerencia del Estado en la libertad de expresión. Entre cánticos destinados para la solemnidad de un hemiciclo, se celebró que se quiera imponer un modelo que solo trajo un importante retroceso en los estándares del país para el cumplimiento de los derechos humanos. Si no, basta recordar que en la administración en la que se creó la Ley de Comunicación se trató de catalogar a la comunicación social como un servicio y no como un derecho de las personas inherente a su condición humana.
Tampoco hay que olvidar que quienes trataron de dar cátedra de ética en la defenestrada Superintendencia de Comunicación se tomaron el control de los diarios y los noticieros radiales a costa de rectificaciones, y se atrevieron a cambiar la ley creada en la Asamblea en los folletos que distribuían a los medios y al público, para agregar supuestos castigos que no existían.
Más allá de eso, una Ley de Comunicación, como la espuria norma aprobada en el correísmo, lo único que logra es que las personas tengan una sola versión de los hechos: esculpida con la censura oficial y, peor aún, con la autocensura.
En términos legales, la Presidencia de la República deberá revisar si el espíritu de su nueva ley, que pretendía eliminar la censura, se haya respetado por el Legislativo. Una breve lectura del borrador aprobado muestra que no es así. Así que el Ejecutivo tiene en sus manos detener el bumerán (que él mismo lanzó por falta de la más elemental estrategia política), con el veto total a la ley, lo que impedirá que el texto sea tratado durante un año.
Los políticos no aprenden de sus equivocaciones históricas.